Desde que el Gobierno central “parió” la idea de privatizar AENA, hace ya bastantes meses, todos los medios de comunicación nos han bombardeado con noticias al respecto. Con la misma táctica que sus antecesores en otros asuntos de calado, el Gobierno ha querido mantenernos en vilo no enseñando de entrada todas las cartas que tiene en sus manos. Ha deseado en asunto tan delicado observar primero la reacción ciudadana, matizar sus propósitos cuando lo ha creído necesario, afirmando o negando las noticias que circulaban al respecto, aunque haciendo hincapié en la necesidad de llevar a cabo la medida ante el importe de la deuda que arrastra la entidad en cuestión. No obstante esto, es preciso comprender la reacción ciudadana. Pasa como con el inválido cuya silla de ruedas desciende a toda velocidad por una pendiente, en Lourdes, que ruega a la virgen, desesperado ante la catástrofe que se le avecina, quedar al menos como está. Al ciudadano normal, el que vive con un presupuesto ajustado que apenas le da para cubrir sus necesidades, le asusta y preocupa que un servicio que debe ser público se privatice debido a factores económicos, algo lógico pues se imagina –y no se equivoca– que el nuevo concesionario intentará por todos los medios no solo enjugar las pérdidas, sino tener beneficios. ¿Y cómo va a conseguirlo? Pues como se consigue que una empresa sea rentable: reduciendo mano de obra, disminuyendo salarios, aumentando las tarifas, recortando los servicios..., todo lo cual lo sufrirán sin duda alguna los usuarios.
Con lo dicho queda claro que la protesta de la ciudadanía está justificada. Ve venir –como el inválido– la que le va a caer encima, y protesta, aunque de nada le va a servir. El Gobierno tiene la sartén por el mango, quiere sanear la economía, presumir ante Europa de que España es el país que más crece, y no le va a temblar el pulso porque, además, solo privatiza el 49%. El Estado se queda con el 51%, o sea, la mayoría, de modo que “los del 49%” no podrán hacer lo que quieran; ahí estarán los representantes del Gobierno para “proteger” a la ciudadanía e impedir medidas que la perjudiquen. Y con esa declaración se quedan con la conciencia tranquila, como si nadie supiese cómo funciona una sociedad de estas características, aun siendo cuasi estatal: al final serán los consejeros quienes tomen las decisiones, y si estos van a ser los que se anuncian aviados andamos, puesto que, somos humanos, velarán siempre que puedan por sus intereses particulares.
Pero el motivo de este artículo no pretende solo comentar la impopular medida tomada por el Gobierno central, sino la actitud del Gobierno canario, que según he leído va a recurrir la privatización de los aeropuertos de las islas. Los argumentos que ofrece son todos de peso. Parece lógico que el Gobierno autónomo quiera formar parte del nuevo consejo de administración de AENA, en aras de impedir algunos abusos que puedan afectarnos, pero lo que no entiendo es que lo haga trayendo a colación lo que establece nuestro Estatuto de Autonomía: en caso de privatización, el Gobierno tiene que ser consultado, y esa consulta no se ha hecho.
No sé en cuántas ocasiones he leído u oído en los medios de comunicación lamentos sobre los costes judiciales que están teniendo para los canarios los recursos que lleva a cabo ante los Altos Tribunales. Los pierde todos –o casi todos–, y lo mismo le pasará con este, puesto que la sentencia, seguro, dirá que no ha habido privatización, ya que el Estado conserva la mayoría.