Acudo de vez en cuando a la ciudad de mis orígenes cada vez que quiero cumplir con un compromiso social o intelectual. Por ello, cuando el tráfico es lo suficientemente denso como para realizar varias paradas antes de llegar al corazón de las Ramblas, la plaza de la Paz por excelencia, me ocupo en mirar a mi alrededor, conjugando imágenes con recuerdos. Relaciono los edificios colindantes con negocios desaparecidos o cambiados de titularidad.

Hago repaso fugaz mirando al Imperial, al cine Víctor y a mi antigua vecindad, con la desaparecida ferretería de Ferrer "el Chorizo", por su permanente pigmentación facial. A mi izquierda, ya no está el quiosco Grijalba, trasladado a la orilla opuesta. Justo enfrente figuraba la dulcería Moreno, anexa a la mercería Distinción, cuya estirada propietaria casó en última instancia con un peninsular, algo más joven y con más labia, que le impulsó su ya decadente establecimiento. Más allá sigue el sempiterno estanco Conchita, aunque antes hay una serie de ellos, propiedad de Melián, un emprendedor que fue arrendando los locales anteriores y convirtiéndolos en estudio fotográfico, estanco y algún bazar. Algo más allá, la también dulcería de Tony Soto daba paso a una barbería ya inexistente, casi en la confluencia con la calle 18 de Julio -hoy Juan Pablo II-. Enfrente del bar del mismo nombre y sus bocatas de calamares, estaba la perenne humareda de la churrería La Madrileña, de don Paco, con su dentadura de oro puro y su sempiterna corbata de pajarita. Justo al lado, El Portón de Oro, con los herreños Juanito y Lalo. A continuación, el estanco Rambla, propiedad de un matrimonio algo mayor, con una clientela entre las que destacaban la "Capitana" y la "Suiza"; dos chicas de pago que acudían a menudo a reparar con imperdibles los daños en su ropa interior, causados por su fogosa clientela. A dos pasos del mismo figuraba el Baviera, con menos tirón que el Portón, propiedad de la familia Villaverde. Posteriormente se estableció otro bar, que aún sigue, pero que no recuerdo su nombre. Finalmente, como colofón, justo en la esquina con Pérez de Rosas, creí percibir el aroma de las delicatesen de la dulcería La Gloria, propiedad de una familia catalana; y casi enfrente, los ultramarinos de Alfredo Álvarez "Alvali". Todo ello antes de sobrepasar la vetusta y semiderruida plaza de Toros.

El semáforo en verde me obliga a acelerar y continuar el trayecto hacia la parroquia de la zona, a la que acudo para evocar la memoria de la matriarca de una conocida familia, con la que mantengo aún trato preferente. Durante la ceremonia, observo rostros de ayer que aún me identifican y otros que ya no puedo relacionar con sus nombres porque ha pasado, en algunos casos, medio siglo de vida. En el ínterin veo a dirigentes de un partido de derechas comulgando, y deduzco que les ha llegado el turno de estar en campaña.

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