Eduardo Westerdahl nunca hizo demasiado aspaviento de la rara generosidad con que se desprendió, cuando aún era un hombre pletórico, lleno de ambición y perspectivas, de su gran colección de pintura, conseguida durante los fructíferos años republicanos de Gaceta de arte.

En aquel tiempo él era, con toda justicia, un pope del arte, un hombre requerido por artistas y galeristas para que certificaran la calidad, o no, de su trabajo. Con el humor que lo hizo legendario, y temible, él decía (porque hacía muchos prefacios) que era un prefacista; era, además, un buen poeta, un hombre de muy buenas maneras, entre las cuales no era menor la vanidad, propia, por otra parte, del ego intrínseco al artista.

Conozco egos y egos; conozco egos superlativos, como los de quienes andan contando sus libros y sus premios y sus traducciones para arrojarlas a la cara de los que ni tienen tantos libros ni tantos premios ni tantas traducciones, y conozco (he conocido) gente como este gran Westerdahl, que tenía miedo de hacerse mayor y que se burlaba con frecuencia de su natural propensión a la vanidad. Él tenía ego, pero lo iba borrando mientras lo exhibía.

Lo quise mucho, a él y a Maud; su casa era un lugar maravilloso, lleno siempre de gente que decía cosas interesantes y que se emborrachaba de manera igualmente interesante. Ese gesto que tuvo de regalar, sin contrapartida, al Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias de mi pueblo gran parte de su hermosa colección principalmente surrealista tiene el valor de un testimonio de rara generosidad, pues él nunca pidió nada a cambio.

Durante años esa colección, por falta de espacio del Instituto, estuvo arrumbada; desde hace unos años la gestión de Nicolás Rodríguez Munzenmeier y la de Celestino Hernández hizo que tal legado tuviera su lugar adecuado en una de las más hermosas casas del muelle del Puerto de la Cruz. Ahí está la colección, y ahí está el museo Westerdahl. No se ha quedado como un lugar vacío y sin genio: Celestino se ha ocupado de que allí se produzca una tarea incesante de captación de espectadores y estudiosos. Y últimamente, de estudiosos niños.

En efecto, allí fueron los muchachos que estudian en el CEP de La Vera, al que me siento íntimamente ligado pues de allí vengo. Con una dedicación extraña en muchachos que pudieron haber buscado otros destinos y otros paisajes, los chicos quisieron estudiar ese legado de Westerdahl, y con la colaboración de sus profesores y de otros benefactores del arte del Puerto han hecho una obra magnífica, de indagación y de divulgación, que presentaron este último jueves por la mañana en el Cabildo de Tenerife, en la sala noble que ellos ennoblecieron aún más.

Por razones del azar, yo estaba en Santa Cruz esa mañana y allí estuve, en la conclusión de su aventura. Confieso que me emocioné, no sólo por las razones personales que concurren en el hecho, pues esos chicos son muy importantes para mi, sino porque justamente me vinieron a la mente los recuerdos de lo que era, en mis tiempos, la difícil educación en mi barrio, con cuánto esfuerzo los padres y los hijos tenían que abordar la instrucción, en escuelas muy mal dotadas, de las que salíamos a trompicones para hacer frente a la vida.

De aquellos tiempos y de este mi recuerdo civil más permanente, y agradecido, es a los maestros, que cambian el paisaje de la vida; los que ese colegio y el Instituto han hecho para que los chicos amplíen su horizonte mirando arte y metiéndose en él es una metáfora más de lo que, en general, les debemos a los maestros en la sociedad de hoy y en la sociedad de ayer.

A esa gratitud retrospectiva y actual añado la que le debemos, los portuenses y los canarios, a aquella rara generosidad de Westerdahl, el hombre que no quiso ser mayor.