No, en absoluto: el diálogo intelectual es difícil. Y necesita de mucha reflexión para ponerlo en práctica. O sea, que no basta, ni de lejos, con la buena voluntad del interlocutor. Lo reflejaba bien una canción de El último de la fila cuya letra expone el peligro de embrutecimiento continuo al que estamos expuestos: «Harto de refrescos, de ver televisión, de debates para memos, vuelvo junto a ti». ¡Cuánta importancia encierra su aprendizaje!

Entre los defectos más frecuentes se hallarían los de quien concede el mismo valor a todas las opiniones, y confunde tolerancia con indiferencia. José María Barrio explica que si todas las opiniones se ponen en pie de igualdad, «todas resultarían igualmente verdaderas (o, lo que es lo mismo, igualmente falsas). Tolerar nunca es aprobar. Se aprueba lo que es bueno, y se tolera lo que no es tan malo». Y para concretar ese planteamiento nos anima a combatir el pensamiento gaseoso: «Esa especie de pluralismo plano e irenista respecto de todas las opiniones que hace indiscernible lo razonable de lo ridículo y que, en consecuencia, pone en grave peligro la existencia del verdadero diálogo». En suma, no podría existir diálogo intelectual sin amor a la verdad porque todo daría igual: hablar por hablar.

En el polo opuesto estaría la sombra del fanatismo -en dosis menudas, pero fanatismo- que puede crecer en ámbitos poco abiertos o en grupos uniformes donde se comparten convicciones rotundas. Hacia esa dirección apuntan las consideraciones críticas de Jutta Burgraf: «A veces, se puede observar que algunos se quedan en ambientes cerrados; prefieren el aire acondicionado de un invernadero al ambiente áspero de la calle (...). Desconocen el corazón humano hasta el extremo que solo conocen dos colores, el blanco y el negro». Por el contrario, esta misma autora subraya la importancia de la apertura de juicio: «Quien tiene amigos de otros partidos políticos, otras profesiones, religiones y nacionalidades, es un hombre dichoso. Se le abre un mar sin orillas. Tratando y queriendo a la gente más variada, se ensancha su corazón, y se hace más profundo su conocimiento de la condición humana y menos radicales sus juicios sobre situaciones complejas».

También arruina el debate intelectual lo que Alfonso López Quintás denomina "intrusismo", y que describe como ponerse a hablar y discutir de lo que no sabemos. Con un ejemplo de gran honradez intelectual nos cuenta que «a veces me dicen: "Alfonso, venga hablar de esto, venga hablar en la televisión que tenemos aquí un debate." Y yo pregunto: "¿de qué?" "¿Hombre, qué más da? ¡Tú vienes y dices lo que quieras!". Y digo: "¡no!" Decir lo que quiera puede ser intrusismo, puede ser una intromisión... porque si yo digo opiniones que no están bien fundadas puedo hacer daño al público, lo puedo desorientar. Y yo no puedo hacerlo. Ahora, si es un tema que yo conozco, que conozco bien, no de cualquier manera, entonces voy, me siento con libertad para hablar». Y esto lo afirma quien posee unos conocimientos tales que se pueden calificar de enciclopédicos.

Un criterio para examinar si un diálogo posee rigor intelectual lo ofrece Laín Entralgo, insigne médico y escritor fallecido en 2001. Explica que en relación con las convicciones «los hombres recurren a la violencia tanto más cuanto menos íntima y vigorosamente creen aquello que dicen creer». La consecuencia es sumamente concreta: carece de argumentos intelectuales quien se sirve de un discurso hiriente para quien no piensa como él; también el que utiliza una argumentación provocadora, desafiante.

Un último consejo para comprender que la verdad es polifónica en la mayor parte de cuestiones éticas y para, a la vez, no naufragar en un árido escepticismo: resulta imprescindible leer a Ortega y Gasset, García Morente, María Zambrano o Julián Marías, por señalar solo a cercanos maestros del diálogo intelectual del siglo XX. Esta lectura proporciona el mejor alimento para aprender el diálogo intelectual. Se contagia.

@ivanciusL