A diferencia de los diaristas, que irrumpen en un momento determinado para testimoniar de su acontecer, los memorialistas hacen una larga travesía y sus propósitos muy pronto se significan. Muchos memorialistas me han sorprendido, porque ya desde la niñez o adolescencia buscaban escribir sus memorias. No tendrían otro sentido todas las notas, agendas, diarios y manuscritos que almacenaban muy anticipadamente confiando algún día difundir su contenido.

Hay ocasiones en que los libros de memorias nos sorprenden por toda la recopilación de datos que son capaces de ofrecer: minuciosas observaciones, diálogos precisos, ordenada cronología, pensamientos aunque desfasados bien estructurados. Con lo que vienen a demostrar que la memoria no es la potencia que ha desarrollado el libro, sino que ha sido todo ese material conservado para ese fin, el que ha servido para sistematizar mucho después lo vivido que se quería mostrar. Una tarea de sucesivos presentes (como son los diarios) mucho antes que el desolado esfuerzo de retrospección.

Hace unos años leí un libro de memorias, sobre un autor sin más obra, que recaía sobre su propia biografía y la de su generación de los 70. Me llamó la atención cómo el autor en aquellos años, pero también en anteriores, ya fuera registrando todas las circunstancias y experiencias que atravesaba, en una montaña de agendas que tenían como destino último, desde que inició sus tempranas anotaciones, aquel testimonio autobiográfico y generacional. No es un caso extraordinario porque podría, en lo esencial, referirme a otros libros.

Por tanto soy de la opinión que el memorialismo no es obra de senectud o de balance de la experiencia de la vida, sino una apuesta de la niñez acompañada de la férrea determinación de formalizarla mucho después de aquel propósito. Incluso creo que aquella decisión prematura de dar cuenta solemne de la vida por vivir, es lo que impulsó a sus autores, como señala la teoría sicoanalítica, a dar el lustre y relevancia que era preciso conferir a la vida pendiente de ser vivida para poder cerrarla con gloria suficiente para merecer unas memorias, un género pomposo y senatorial. El que de forma más original e inteligente ha sabido esquivarlo ha sido Félix de Azua con sus autobiografías impersonales.

Quienes en verdad desearon con pulsión ciega y poderosa justificar la vida con un nombre y elevados logros, servir de ejemplo o suscitar interés entre coetáneos y venideros, consagrarían su vida a, despuntando, alcanzar esas condiciones que habrían urdido ya en la niñez. Pero eso difícilmente lo contarán.