Se dice que el hábito no hace al monje, y es cierto. Se puede lucir una vestimenta apropiada al trabajo que desempeñamos, pero ello no quiere decir que sintamos en nuestra piel, como propios, los avatares y problemas que ocasiona nuestro trabajo. Si esto no fuese así, acongojados por la pena, no podrían desempeñar su labor los cuerpos médicos, las funerarias y los sepultureros, quizá por que todos saben -todos lo sabemos- que también a ellos les tocará su hora.

De todas maneras, es cierto que el hábito nos hace más indiferentes -lo digo de una manera más suave: nos aleja- ante el sufrimiento de los demás, que solo parece renacer de sus cenizas cuando ocurre una gran tragedia. Las secuelas de un terremoto o una erupción volcánica, las consecuencias de una inesperada tragedia aérea -basta recordar la sufrida recientemente por un avión alemán en los alpes franceses-, esas sí, nos ponen un nudo en la garganta y nos angustiamos al imaginar el sufrimiento de quienes las padecieron. Nos maravilla la extraordinaria labor humanitaria que realizan las ONG -a pesar de que gran parte de los fondos que reciben se diluye en trámites administrativos- repartiendo alimentos, cuidando enfermos, alfabetizando a niños y mayores, promoviendo la igualdad entre mujeres y hombres, etc., si bien no somos demasiado exigentes con nuestros gobernantes llegada la hora de enfrentarse con problemas de gran calado que solo ellos pueden resolver: me refiero concretamente a la inmigración.

No he querido consultar las estadísticas correspondientes al año pasado pues no quiero que se me rompa el corazón; deben ser muchos los millares de personas que ese año decidieron abandonar sus hogares en busca de una vida mejor. Y si bien no olvido la trashumancia que se desarrolla en América del Sur y Méjico, creo que resulta más significativa la que tiene lugar en aguas del Mediterráneo: en aquella el riesgo es la deportación, mientras que en la última se puede perder la vida; y de hecho se pierde, como les ha ocurrido a unos 800 subsaharianos que hace unas semanas intentaban llegar a Italia desde Libia.

Sé que muchos gobiernos están comprometidos en prestar la ayuda necesaria a los países africanos que la precisan -el famoso 0,7 % del PIB-, pero hay algo en este concepto que no me acaba de convencer. Eso de "dar lo que me piden" y desentenderme del problema no creo que sea justo, sobre todo cuando el problema se agudiza, cuando no es el inicial, cuando, como suele decirse, se sale de madre. Se puede ayudar a los gobiernos de Libia, Siria, Sierra Leona, Senegal, Gambia, Costa de Marfil y Etiopía, pero si esa ayuda no llega al pueblo la inmigración continuará siendo una constante. El problema, en consecuencia, no deben resolverlo los países ribereños mediterráneos -Italia y España- sino la Unión Europea, pues es un problema que a todos nos afecta.

Y ahora parece que va en serio. La Comisión de Libertades, Justicia e Interior del organismo europeo al fin se ha decidido a tomar el asunto en sus manos. En el Parlamento se discutirán todos los temas relacionados con la inmigración, la actuación de las mafias, el peligro que supone para Europa el establecimiento del yihadismo en Libia..., en fin, un ideario completo ¬y complejo, cuyas conclusiones serán llevadas al Gobierno comunitario para que adopte las medidas oportunas a fin de, al menos, no empeorar la situación actual.

Es este el momento apropiado para emprender acciones como esta, recién comenzado el ciclo del nuevo parlamento. Si fuese al final de la legislatura, las mociones nunca se aprobarían.