Una mujer corre por los pasillos de un edificio huyendo de una pareja asesina, que la persigue cuchillo en mano. Va tocando en todas las puertas, gritando desesperada "socorro, auxilio, mi marido me quiere matar". Pero nadie le abre. Los vecinos que están en sus casas no quieren saber nada de problemas. Uno de ellos, que hace un ademán de abrir, se lo piensa: ¡Qué vas a hacer. Piensa en tus hijos. No te metas en un asunto peligroso! Y se detiene. Entonces la mujer llega a una última puerta, vuelve a llamar desesperada y a pedir socorro. No le abren, el marido la alcanza y le da muerte en el rellano de la escalera.

La denegación de auxilio es en este país y en muchos otros, un delito. La sociedad impone la obligación ciudadana de, en determinadas circunstancias, ayudar al prójimo que se encuentra en una situación de riesgo. Pero más que legal es un asunto moral. Cualquiera que viese esta escena en una película, pensaría inmediatamente que la reacción de la gente que no ayuda, que no abre la puerta a una mujer perseguida, es de simplemente una actitud de cobardes.

La reacción de la Unión Europea en general y de España en particular con la acogida de refugiados es precisamente eso: de cobardes. Y de tramposos. Porque pretende mezclar peras con manzanas. No se puede hablar de enfrentarnos a un problema con la inmigración, confundiendo al inmigrante con el refugiado. Porque son dos tipos de fenómenos totalmente diferentes.

España, en los próximos años, va a necesitar, según algunos organismos internacionales, unos cien mil inmigrantes cada año para mantener el ritmo de su crecimiento económico y apuntalar algunos andamiajes algo maltrechos, como el frágil sistema de pensiones de nuestro país. Es normal que un Estado se preocupe por regular los flujos migratorios laborales en un mundo de fronteras. Hasta ahí podemos llegar. Pero cerrar las puertas a quienes huyen para salvar sus vidas, como están haciendo algunos países de la Unión Europea, es simplemente miserable.

Los países de la UE han perdido cualquier razón para escaquearse ante la avalancha de personas que huyen de Siria, de Egipto, de Libia o de Sudán, entre otros cementerios, para salvar sus vidas. Estados Unidos y Europa no han hecho más que intervenir en África para conseguir algo que parecía imposible: empeorar la situación. Las consecuencias de sus políticas en Irak, en Libia o en Siria, por citar sólo tres de sus muchos desastres, son terribles. Y con el mismo cinismo con el que dijeron acabar con un dictador repugnante como Gadafi abrazan hoy felices a un presidente egipcio golpista que acabó con el peligroso y democrático ejecutivo de los Hermanos Musulmanes.

Los flujos migratorios son inevitables y acaban siendo beneficiosos. Pero tienen un origen socioeconómico. Los refugiados son otra cosa. Son la consecuencia de la desesperación y de guerras en cuyos orígenes tenemos mucho que ver. Cerrar la puerta ahora cuando las víctimas piden auxilio es una cobardía. No se puede esconder la mano cuando se ha metido tanto la pata.