Por Joan Manuel Serrat, a quien tendrán hoy en el escenario del Auditorio Adán Martín, han pasado todas las ventoleras de la vida, como es natural. La experiencia nos hace otros, porque la sucesiva arremetida del tiempo no es casual, ni nos resbala: deja su huella. Va marcando surcos, caminos que uno sólo ve cuando el espejo ya establece sobre nosotros la identidad de su suceso.

Lo que podría preguntarse uno, a estas alturas, es qué hay en él, en este muchacho que ya tiene más de setenta años y nació en el Poble Sec de Barcelona, que le hace mantener siempre esa alegría que lo hizo el Bob Dylan feliz de la música en lengua española y en lengua catalana.

¿Qué hace feliz a Serrat, qué lo mantiene ahí arriba, en el escenario, pero también en la vida, repartiendo esa frescura que está en sus canciones más célebres, pero también en las menos conocidas? A mi parecer, lo que mantiene esa serenidad que lo ha hecho feliz es el sentido común.

El sentido común no es difícil de alcanzar si uno tuvo buenos padres, sensatos y alegres, situados en el lado de la vida en que las cosas no pasan como dramas sino como continuaciones naturales de la vida. El patio de la casa, o el pasillo, es más escuela que las universidades, y si en el patio, o en el pasillo, uno halla padres cuya educación no proviene de la algarabía o de la histeria sino de la esperanza y de la ilusión de seguir viviendo, el futuro será un espejo cuyo jarabe no se nos atraganta.

Serrat tuvo padres así, y ese jarabe, el jarabe de espejo podríamos llamarlo, es el que tomó el noi del Poble Sec en su casa y en la calle. Fueron los años infantiles, como los de toda esa generación que nació después de la guerra, muy tremendos y muy difíciles; para estar alegre hacia falta una decisión, y por tanto una mano, la materna, la paterna; esa nota musical que la vida transmite está en las canciones de Serrat, desde las canciones de esfuerzo y de mañana, las canciones de la alborada y el trabajo, a las canciones radicadas en las primeras experiencias amorosas, que son también de amor al mar. Al mar Mediterráneo más expresamente.

Han sido las suyas, tanto las amorosas como las autobiográficas, las del paisaje o las del alma, canciones nacidas del sentido común de la mirada. Serrat no está equipado para la pedantería; huye (como Rafael Azcona, su amigo) de la autorreferencia, en las entrevistas y en la vida. Eso no esconde humildad sino, de nuevo, sentido común: uno es lo que el otro ve; si nos dedicamos a definirnos o a explicarnos caemos en el abismo de la arrogancia y nos despeñamos por las piedras de la vanidad. Y Serrat nació en un ámbito en el que se prodigaba lo que Juan Carlos Onetti aconsejaba a los que estaban en riesgo de envanecerse: había que golpearse la mano para no caer en esas tentaciones.

Esa combinación de aprendizaje del sentido común y la atención que presta a la vida para contarla lo han hecho un heredero preclaro de Miguel Hernández y de Antonio Machado. Los canta, o los interpreta, no los suplanta; no hace como si fuera Machado cuando canta al sevillano ni se convierte en Hernández cuando interpreta Las Nanas de la cebolla. Joan Manuel Serrat no nació para la impostura; hubiera tenido esa mano de Onetti (o la de su madre) gritándole, como las madres catalanas a sus hijos engreídos, "nen, no t´enfilis!".

Así que hoy lo tienen en el Auditorio. Qué suerte. Hace muchos años, por estas fechas, yo recuperé la alegría, después de un padecer personal muy duro, escuchándole a él y a Sabina en Elche. Desde entonces me pregunto por qué este muchacho me sigue dando felicidad, por qué la mantiene. Ahí quedan algunas de las razones que he encontrado.