El río que llegó a ser pequeño arroyo con apenas caudal, vuelve como vigorosa corriente. Su fuerza entrañable llena de nuevo la ciudad de color, de música, de alegría, de ritmo, de esencias de la tierra. Y rememora y cumple centenarias gratitudes.

La de San Benito fue en sus orígenes una romería votiva. Es lo que le da especial carácter y singularidad a esta gran manifestación del alma de la isla. Como es sabido, en los comienzos casi de la historia de Tenerife, sus nuevos pobladores experimentaron los efectos adversos de una sequía muy prolongada que arruinó por completo las sementeras. Las cosechas se perdieron, en una isla en la que la subsistencia entonces, como en las demás del archipiélago canario, dependía de la tierra, de su explotación y cultivo, de la climatología. Ocurrió, como puntualiza Núñez de la Peña, en junio de 1532, "poco más o menos".

Aquella calamidad llevó a los habitantes a procurarse, como era costumbre en la época, un santo protector, un abogado celestial a quien encomendarse para que intercediera por ellos ante la providencia divina. Lo significativo fue, más que la elección, cómo esta se llevó a efecto, cómo san Benito Abad es desde entonces patrón de los labrados tinerfeños.

Las antiguas ordenanzas de la isla Tenerife, en la recopilación hecha por el cronista don Juan Núñez de la Peña en 1670, que el doctor Peraza de Ayala dio a conocer y glosó en 1935 y se reeditó en 1976, ofrecen escuetos pero valiosos datos sobre aquella histórica asamblea comunal: cuándo tuvo lugar, quiénes intervinieron en ella y el procedimiento por el que se optó.

Sabemos por dichos documentos que la reunión se llevó a efecto "el día segundo de pascua de Pentecostés" del ya señalado año 1532, que en la misma intervinieron únicamente "los vecinos desta isla", no la totalidad de sus habitantes, y que para determinar quién sería el santo protector "se echaron suertes"; hábil estrategia, parece, para que los demás santos no se resintiesen...

Es claro que el de san Benito es un patronazgo de ámbito insular, no circunscrito únicamente a la comarca de Aguere, sino a todo el agro tinerfeño, bien aceptado por cuantos, hombres y mujeres, se han entregado en la isla desde el siglo XVI a las duras y siempre azarosas labores del cultivo del campo. Las propias Ordenanzas lo corroboran: "Todo el pueblo e isla lo tienen por abogado, e a hecho mui buenos temporales i tenido mui buenas cosechas". La raíz popular y el carácter votivo de esta fiesta son innegables. De ahí su singularidad, fuerza y significación en el calendario festero de Canarias.

Han sido muchos los testimonios de la devoción de agricultores y ganaderos al santo abad a lo largo de los siglos. Pero también, de olvido. El citado Núñez de la Peña, en su libro "Conquista y antigüedades...", de 1676, al referirse a la ermita de San Benito, tras ponderar su amplitud y proporciones, asegura que "toda se fabricó con limosnas de los fieles". Por su parte, Rodríguez Moure recuerda que esa misma ermita sirvió de alojamiento de tropa y que su capilla mayor fue convertida por entonces en cuadra de caballos. Era el único santo al que el primitivo Concejo o Cabildo de Tenerife se había obligado a hacerle cada año tres fiestas con procesión, la primera el 21 de marzo, su celebración litúrgica; la segunda, "el día segundo de pascua de Pentecostés", aniversario del patronazgo, y la tercera, el 11 de julio. Por el contrario, después de que dicho órgano de gobierno de la isla dejó de cumplir su promesa, más de un año hubo que nadie se prestó a hacerle fiesta y recordarlo.

Sin embargo, salvo esas puntuales omisiones, los campesinos no han dejado de acudir a San Benito desde muy diversos lugares de la isla a manifestarle su gratitud, coincidiendo con la culminación del ciclo anual de la recolección de las cosechas. A esta peculiaridad de viaje o desplazamiento devocional se ha denominado desde tiempo inmemorial romería, aunque aquí, entre nosotros, no se prodigó el vocablo hasta hace bien poco; lo contrario de ahora, cuando se ha llegado incluso al esperpento de "paseo romero".

Hasta bien entrado el pasado siglo XX, labradores y gentes del campo se congregaban con su ganado o con sus ofrendas en los alrededores de la ermita para recibir la bendición de la Iglesia ante la imagen santo abad y, después de participar también en la de los sembrados, acompañarlo en procesión por algunas de las calles laguneras de la villa de arriba. Era una fiesta de barrio, humilde pero bulliciosa, muy concurrida, una fiesta alegre, diferente a las demás, que los más viejos del lugar recordamos no sin cierta nostalgia, por su autenticidad y sencillez. Nunca como ese día se podían contemplar en la isla tantas reses arracimadas. Se percibía el intenso hervor de la tierra. Era una convocatoria espontánea de devoción. Nunca como esa mañana de domingo sambenitero resonaban tan rotundos y con tanta sonoridad el tambor y las chácaras de los bailadores devanando al son del tajaraste, ante las andas del santo abad, el colorista trenzado de sus danzas.

Con el transcurso del tiempo, la fiesta de San Benito, como hemos dicho, fue perdiendo el carácter de celebración insular, hasta limitarse, en no pocas ocasiones, a los actos religiosos. Pero en 1948, coincidiendo con la conmemoración del XIV centenario de la muerte del fundador de la orden benedictina, se produjo lo que no tardaría en reconocerse como prodigiosa floración del alma insular. Tal como escribiría poco después el excelente escritor Andrés de Lorenzo-Cáceres, "un soplo verdaderamente popular y espontáneo" reanimó la adormecida romería de San Benito, hasta convertirla en "la más jugosa y coloreada manifestación del alma vernácula dentro de las fiestas del Santo Patrón de los labradores tinerfeños".

En amplio artículo de 1998, con motivo del cincuentenario de la romería, me referí con cierta extensión a la tarea entusiasta, denodada, de la comisión de vecinos de la villa de arriba que asumió la iniciativa de llevar a buen término aquella celebración extraordinaria de 1948. El año precedente, en 1947, la preparación de la efeméride benedictina fue intensa y nada fácil, pues no faltaron las críticas cuando todavía todo era mero proyecto; voces reticentes y hasta agrias de personas dispuestas por lo común a la descalificación más que al apoyo generoso. De ahí que ese año noventa y siete, en la procesión tradicional -los danzarines de costumbre; el santo, en las andas de palo pintadas de purpurina plateada, a hombros de los vecinos; el tradicional grupo reducido de músicos (lo que se llamaba en aquella época "una tanda"); vecinos, devotos, gente menuda y, cerrando el cortejo, los labradores con el ganado, vacas la casi totalidad- se incluyera, para pulsar la opinión de las gentes, un pequeño carro adornado con frutos de la tierra, unos pocos niños ataviados con el traje típico tinerfeño; procesión que hizo el recorrido de años anteriores. Obviamente, la idea de la romería con la que se venía trabajando era muy otra.

La prensa tinerfeña, sobre todo La Tarde, que tenía a Domingo Marrero como activo corresponsal en San Cristóbal de La Laguna, dio cuenta puntual de los preparativos. No cabe en este artículo reproducir y comentar tales informaciones. Baste, como botón de nuestra, esta de fecha 10.06.1948: "La comisión de fiestas tiene el propósito de celebrar, entre otros números, una romería folklórica, a cuyo fin ha cursado invitaciones a todas las rondallas y agrupaciones isleñas de este carácter". Luego se hacía eco del llamamiento de la hermandad sindical de labradores y ganaderos para que los poseedores de ganado concurrieran a la misma. Y el 18.06.1948, día anterior al del insospechado acontecimiento, el vespertino publicaba un pequeño artículo firmado por "Gil Alonso", en el que destacaba como principal acto conmemorativo del centenario benedictino "la gran romería que, recordando tiempos pretéritos, se ha organizado como antaño, para la suntuosa procesión que (...) recorrerá las principales calles de La Laguna". Era la primera vez que el río de la romería inundaba con su misteriosa fuerza el ámbito histórico de la ciudad.

El pequeño arroyo de escaso caudal, transformado en vigorosa corriente. El hilo de la historia, que pareció en más de un momento débil o a punto de romperse, bien reatado de nuevo, esperemos que ya para siempre. Ahora, lo importante, lo fundamental, es que esa fuerza entrañable no se desborde.

*Cronista oficial de San Cristóbal de La Laguna