El Hierro tiene balcones regados por su geografía que hacen que sus 270 kilómetros cuadrados se agranden, porque desde ellos se divisa un territorio lejano que se confunde aún mas con la raya azul del horizonte distante.

Uno de esos balcones forjados por la violencia telúrica de la isla es el mirador de Bascos. La primera vez que me encontré con él fue guiado por la sabiduría del recordado José P. Machín y el impacto sufrido fue sorprendente al alongarme a tanta belleza y esplendor que para mí permanecía oculto.

El mirador está enclavado en El Rincón, desde donde se divisa la gran boca del volcán Tanganasoga, gran parte del valle del Golfo alejándose hacia los roques de Salmor y detrás imaginamos el Sabinar, y alejadas en el confín más extremo, las playas de Arenas Blancas, hasta la piedra del Regidor, que despide o encuentra a la ermita de los Reyes.

Y más que todo esto, el silencio. Aunque sople una ligera brisa, que trae olores de los pinares del Julan o imágenes de sabinas retorcidas sobre sí mismas por el influjo del viento de siglos, el silencio es incapaz de romperse, porque allí irrumpió El Hierro y por su cordón umbilical de lava petrificada se extendió de norte a sur y de este a oeste haciéndose isla.

El mirador de Bascos no solo nos dispone a agrandar la mirada, sino que esta a veces se empequeñece dirigida hacia lo recóndito de cada uno, porque el desgarrador grito del bimbache Ferinto llegó a toda la isla, porque en su huida ante el invasor y con el "vacauare" saliendo de su garganta terminó allí con su vida, y las lágrimas de su madre inundaron de pena los rincones de la isla dejando en la leyenda una página de valor y de lástima.

Y también el mirador fue testigo de amores frustrados que se refugiaron en Bascos, que ante lo imposible del amor que tenía Teseida por aquel capitán castellano decidieron poner fin a sus vidas en aquel lugar donde el esplendor y la belleza contrastaban con la tristeza y la tragedia que se iba a vivir.

Mirador de Bascos, como el de la montaña del Tesoro sobre el Tamaduste, Jinama o la Peña, o la Meseta sobre los roquedales de Las Playas, son atalayas que dispone la isla para que los que la tenemos en la espera de un nuevo encuentro nos sirvan de deseo entusiasmador para volver a ellos.

Antes guiados de la mano sabia de José. P. Machín, ahora con la pretensión de comprender mejor a la isla que se prolonga desde esas atalayas más adelante y que, cuando los días son claros, llega a La Palma, a La Gomera y hasta al Teide vigilante.