Dentro de las tropelías y turbulencias del día a día y de los contubernios de las políticas ajenas a la realidad de las circunstancias del momento, llega a ser una imperiosa necesidad la búsqueda del silencio, volver sobre sí mismo y acaparar en un instante las instantáneas reconfortantes que dan pálpito a voces del ayer y a los paisajes de siempre.

Uno busca, quizás impulsado por ocultas fuerzas ancestrales, viejos y soñados silencios, donde la propia personalidad se ha decantado en tal o cual dirección.

Y en esa búsqueda los pasos se dirigen hacia la isla. Y es que, quiérase o no, la isla es un referente característico y definidor de muchos de los pensamientos elaborados o adormecidos. Cuando a ella llegas, su amabilidad de territorio complaciente se entremezcla con la memoria y con todo aquello que queda por delante en vivencias que deseas y que hacen un conjunto dentro del ámbito de la personalidad agradable y significativo.

Y en esa búsqueda es la isla la que se planta ante nuestra imaginación de ahora y en la atadura del ayer con el hoy, constituyendo una amalgama donde el latido de la isla se impulsa aupándose sobre los ciclópeos hombros del tiempo y de la ausencia de una proyección mucho más allá de la luz, que fue, centelleante del faro de Orchillas.

El silencio de los pinares, de la bruma que circula a una velocidad de vértigo y que envuelve la vida en la Villa; o el de ese mar que muerde los cantiles que van desde la playa del Picacho hasta el Roque de las Gaviotas, o de vuelta sobre los beriles de la Caleta. O ese silencio que hace que los castañeros de Tiñor tiemblen de frío, o el que a lo lejos desde los Jarales riega de sal los Roques de Salmor, es a veces necesario y no solo por el mismo, como vivificante, dentro de su esencia incorpórea, sino para cualquiera que en la búsqueda del regreso lo encuentra y aspira.

En esos días de vuelta se siente la importancia de su necesidad. Y es que volver a la isla es siempre un baño de paz y de complacencia.

Las tardes de ausencias por los veraneos de la gente; los encuentros a veces fortuitos con el personaje aquel que nos ilustra de los viejos aconteceres; las noches de faroles y de quinqués, de risas y fiestas que se confunden en el alborozo de una juventud distante y a la vez cercana, envuelto por el silencio del que piensa y del que se abstrae, hace que El Hierro se proyecte no solo dentro de cada cual, sino que, elevando su ancla de años , navegue hacia puertos donde la esperanza de hacerse una isla grande nunca ha abandonado.