Estábamos en un barco cubano Francisco González Casanovas y yo al día siguiente de que habían matado a Ernesto Che Guevara en Bolivia. Sonaba en el comedor de aquel carguero la voz de Fidel Castro, desde La Habana, despidiéndose de su comandante; era un discurso de los suyos, ampuloso, enfático y triste. Nosotros escuchábamos con la fruición revolucionaria que entonces sentíamos muchos de los que estábamos viviendo el principio de la historia y creíamos que ésta pasaba por Cuba, de igual modo que luego pensamos que pasaba por el Chile de Allende.

Paco González Casanovas era vecino mío; representaba productos farmacéuticos, tenía una noble y verdadera fe cubana y hacía estas visitas a los barcos para ayudar a los cubanos en tránsito con medicinas que les pudieran ser de utilidad a los suyos en su país. Los marineros nos daban libros y nosotros les dejábamos medicamentos. Era un trueque muy emocionante que en ese momento tenía en efecto en un momento de enorme recogimiento en el barco. La muerte de Guevara, un símbolo errante de la Revolución, creaba un mito.

Al día siguiente de la muerte del Che los periódicos trajeron amplias biografías del revolucionario argentino, que yo leí con fruición. A los diecisiete años, si tienes amor por el periodismo te lees todos los periódicos y todo lo que viene en los periódicos. Pues en ese momento yo amaba el periodismo, como ahora, y me leía todos los periódicos. Cómo no, leí la biografía de Ernesto Che Guevara, que este periódico, EL DÍA, dio con enorme amplitud en aquellas sábanas que entonces constituían las páginas del periódico. Entre los detalles de la vida de Guevara había uno que fue importantísimo para mi vida en adelante: era asmático.

Uno de los graves problemas que se unía entonces a la condición de asmático, enfermedad que yo sigo padeciendo, era la dificultad de controlarla y la voluminosidad tan poco práctica y estética de los distintos remedios. En aquel entonces mi abuelo y yo compartíamos un vaporizador que nos aliviaba a los dos, y cuyo uso en pública era el equivalente a llevar una bombona al hombro por las calles del Puerto. En mi caso, el asma y todo lo que la ordenaba me producía vergüenza en la calle, en la escuela e incluso en casa, donde esta enfermedad del demontre (así decía mi madre) dio enormes disgustos a la familia.

Lo peor era la vergüenza que me daban los artilugios antiasmáticos, que tampoco eran muy eficaces. Pero, sobre todo, la vergüenza que me daba confesar la naturaleza de mi enfermedad crónica. Cuando murió Guevara, en esa biografía se decía que el héroe revolucionario era asmático. Leí varias veces el párrafo y salí de la guagua donde lo había leído como un hombre nuevo, que era por otra parte una de las aspiraciones (frustradas) del Che: Un Hombre Nuevo.

Ya podía decir sin rubor y sin pudor que era asmático, una enfermedad que compartía con Ernesto Che Guevara. Ahora aun hay gente que se burla de mi asma, como si fuera un defecto del que los demás pudieran reírse, y eso me recuerda a los chicos del patio del colegio, con los que a duras penas podía compartir los juegos más físicos. Pero incluso aquellas dificultades me las ayudó a superar Guevara. Pues el asma es una enfermedad que tiene un enorme componente psicosomático y cualquier impresión, disgusto o alegría, le afecta como el aire o como la falta de aire.

Lo otro que me dio el Che fue una frase que siempre le atribuyo: "Hay que endurecerse pero jamás perder la ternura". A los que tengan la tentación de llamarme asmático como si me dijeran cualquier otra cosa, que desistan; ya la vergüenza de padecer esa complicación con el aire se quedó en la adolescencia. Gracias a Che Guevara, miren por donde.