La Unión Europea se enfrenta a un enorme problema: las oleadas de inmigrantes que arriban a sus fronteras huyendo de los conflictos bélicos, el hambre y la desesperación. Los valores de la vieja Europa se tambalean. Hablar de solidaridad, en términos de ceder el 0,7% del PIB para obras de caridad, es una cosa y admitir la entrada masiva en tus ciudades de miles de inmigrantes es otra. El mundo de los acomodados se estremece ante las imágenes de tantas familias desesperadas, pero también ante el miedo a perder la estabilidad.

La inmigración es un fenómeno positivo para las sociedades. Es un factor de riqueza y de capital humano. Pero, como todo, con mesura. Comer no sólo es sano, es imprescindible para que el ser humano viva. Pero si a alguien le da por comerse dos kilos de papas y seis solomillos, probablemente se ponga al borde de la muerte por un exceso de alimentos que su cuerpo no puede digerir.

Los flujos moderados de inmigración permiten que las sociedades asimilen a sus nuevos miembros, los incorporen a sus procesos productivos y a sus modos de vida. Se produce un enriquecimiento cultural y un aporte de vitalidad laboral. Cuando la inmigración se produce de forma masiva, el chorro de cientos de miles de personas se transforma en un fenómeno incontrolado que ningún país puede absorber sin traumas.

Millones de personas están asaltando ahora las fronteras de la Unión Europea. Después de tanta palabrería, de tanto tratado, de tanto Schengen, se demuestra que no hay fronteras burocráticas que puedan detener la desesperación. Como ya se demostró que tampoco funcionan para detener el terrorismo. Los países de la UE están recogiendo los frutos de las semillas que sembraron de forma complaciente con sus irresponsables políticas africanas. Millones de seres humanos huyen ahora de sus países para buscar una nueva vida en Europa. La displicente actitud occidental con el conflicto en Siria, los desastres de Libia o Egipto, el horror de Sudán o Somalia... Todas esas fatalidades empiezan ahora a mostrar sus pavorosas consecuencias.

No es lo mismo ver la guerra en el almuerzo, frente al televisor, que mirarla por la ventana entrando con sus caras de miedo y sus pocos enseres a la espalda. África está llamando a nuestras puertas. Porque no hemos querido implicarnos en acabar con la barbarie de los sangrientos dictadores. Porque hemos engordado a las alimañas. Porque hemos lavado la conciencia con ridículas ayudas humanitarias. Porque nos hemos enajenado de lo que les pasaba a tantos millones de seres humanos.

Los brotes de xenofobia en muchos países de la UE son la reacción lógica ante la invasión de lo desconocido. El asentamiento pacífico de centenares de miles de personas de otra cultura y su coexistencia con una sociedad diferente es una utopía. Esto no es sólo un conflicto entre pobres y ricos, entre razas o nacionalidades. Es el miedo atávico a que entren en nuestra cueva y nuestra tribu. La Unión Europea tiene ante sí un problema histórico. No sólo tendrá que solucionar la crisis de estos millones de fugitivos de la muerte. Tiene que cambiar su manera de desentenderse de la pobreza de los vecinos.