"Septiembre de las vendimias / de ríos en los lagares / de sueños de dulces mostos / y Cristos para rezarles". Esta copla, de mi propia cosecha, tiene siempre un lugar destacado en mis preferencias, especialmente en el acontecer de septiembre de cada año, cuando el culto a las sagradas imágenes y sus diferentes advocaciones culmina su apogeo con marchamo de festividad mayor. De este modo, el Cristo de La Laguna, la efigie más antigua, comparte afectos y devoción con el de los Dolores en el vecino Tacoronte; o el del Calvario en Icod y el de la Dulce Muerte en la sureña Guía de Isora, y tantos otros, tal vez más intimistas, cuya enumeración resultaría excesivamente prolija. Así, pues, en esa mescolanza de aromas a incienso y mosto recién prensado en el lagar gigantesco de la Isla, discurre el adiós al estío y la bienvenida al ciclo otoñal, mientras los Cristos abren aún más sus descarnados brazos o se aferran con más firmeza a su signo de martirio para acoger a toda su feligresía creyente, que ha laborado a lo largo del año con la ilusión puesta en el reencuentro.

Tal vez sea por proximidad física a los dos municipios limítrofes y enlazados por carretera y raíles con Santa Cruz desde principios del siglo pasado, que las experiencias vitales estén más presentes en mi memoria, y por ello me retrotraigo a la visión de la estadía de mi abuelo materno, José García Núñez, lagunero de pro y ferviente devoto de su Cristo y el del vecino Tacoronte, que madrugaba para inaugurar mesa y tertulia en aquellos campamentos festivos improvisados, tocados de sábanas blancas y rústicos tableros con bancos corridos en donde florecían los típicos aromas de las carnes adobadas y el vino se precipitaba por el cauce de las gargantas hasta las entrañas de los estómagos, mientras los oídos se tornaban ávidos de coplas interpretadas por espontáneos cantadores y acompañadas por tocadores de la talla de su contertulio Carmelo Cabral; y al tiempo que surgían los diálogos comunes relacionados con lo cotidiano, establecían comparaciones con los fastos anteriores como fieles notarios del pasado, mientras jugaban a ser zahoríes de los futuros en aquel pórtico terrero ensabanado de San Francisco, que antecedía a la fachada del Real Santuario. Pasados los años, cuando todos aquellos rostros sólo son sombras que yacen en el arcón familiar de cada mente, vuelve el ciclo anual temporal de la atrayente solemnidad lagunera salida de su intimidad monacal, y conjugada con el ímpetu estudiantil y el murmullo de los maitines, junto al tañido de las campanas ornadas de verodes, que desde las espadañas de sus templos convocan con su llamada a la ciudadanía, para desgranar uno a uno los actos precursores a los más principales de su fiesta mayor. La que rinde culto a una imagen, obra de Louis Van Der Vule, venida a La Laguna en 1520 merced a las buenas relaciones del Adelantado con el duque de Medina Sidonia. Y es ese culto tradicional el que revivirá los pasos del Crucificado por las majestuosas y austeras calles de la ciudad de Aguere, ahora Patrimonio de la Humanidad; poseedora de la imagen del Cristo más venerado de Canarias, por su antigüedad, valor sentimental y artístico. Que será punto de partida, como hemos dicho, de todas las advocaciones existentes en los pueblos de la Isla, donde a lo largo del mes abrirán sus brazos para corresponder con reciprocidad a todo el afecto de los creyentes; con el apoyo del Obispado, la Esclavitud y las corporaciones celebrantes, que harán tregua de sus antagonismos con afán -tal vez sí o tal vez no- de redención. Puestos a hacer analogías, asociaría el resplandor ensordecedor de los fuegos artificiales con la venida de la conciliación política a modo de Espíritu Santo, que paliaría el aspecto mundano y temporal de un tiempo vital que, al margen de ínfulas y rivalidades, acabará por devolverlos sin excepción al polvo de sus orígenes. Dicho sea como recordatorio.

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