Si tuviera que destacar algún aspecto positivo de la crisis de estos últimos años, sin duda, me decantaría por este: terminar con el sueño nefasto de una vida llena de gratificaciones, sin dolores ni luchas. Sencillamente, porque es mentira; también, porque conduce a una comprensión de lo humano muy pobre y negativa para educar a los jóvenes.

Pocos días atrás, leía estas declaraciones de Gregorio Luri: «Eso que llamamos cultura es posible porque somos capaces de abrir un espacio para la reflexión entre la aparición de un deseo y su satisfacción. Los deseos son caprichosos y se despiertan sin pedir permiso en cualquier parte». En consecuencia, concluía con una valiosa consideración: «Yo defiendo el poder educativo de la frustración, que es la represión que es capaz de ejercer un pastelero sobre sí mismo para no comerse los ingredientes mientras hace un pastel».

¿Por qué en muchas familias impera una idea educativa blanda? ¿Por qué se cierran los ojos ante lo que suponga esfuerzo o sacrificio? Para Luri, estos errores educativos se han favorecido desde instancias pedagógicas, y por eso declara con mordacidad: «La idea de que la educación ha de desarrollar todas las capacidades del niño sólo pudo nacer entre pedagogos sin hijos que nunca impartieron clases a adolescentes. Hay muchas potencialidades que deben reprimirse: el robo, la mentira, la laxitud, etc.». Lo que critica no es tanto la pereza intelectual o la mediocridad de muchos enfoques pedagógicos actuales, sino que parten de una imagen ingenua del hombre.

Con semejante claridad se expresa Javier Gomá, ahora sobre los contenidos éticos de la reflexión filosófica del último siglo: «Durante el siglo XX se han propuesto muchas éticas públicas -emancipatorias, comunicativas, teorías de la justicia como la de John Rawls-, pero ninguna ética privada porque se entiende que en el espacio íntimo no hay mandato ni prescripción, sólo libertad, preferencias y opciones personales».

El panorama cultural mayoritario, postula Gomá, ha confundido el lenguaje de liberación política con el de emancipación personal. Y aclara que «con estos presupuestos, a mí me parece muy difícil que nuestras sociedades actuales logren persuadir a sus miembros de reformar su estilo vulgar de vida en un mundo democrático, que es igualitario y está secularizado».

También en la psicología, Enrique Rojas advierte muchas doctrinas falsas para la educación de los deseos, que «si no se gobiernan, traen y llevan la conducta, acá para allá con poco criterio». Y, a contracorriente de las hegemonías culturales, este eminente psiquiatra sostiene que «aprender a domesticar los deseos indica equilibrio y sensatez (...). La inteligencia templada con la voluntad discrimina su conveniencia y sabe decir que no en su momento».

Ha llegado la hora de una reflexión educativa profunda para superar las carencias apuntadas en pedagogía, ética y psicología. Afirma Luri que «para compensar la diferencia de altura entre nuestros buenos propósitos y nuestra conducta, solo hay un medio, el amor». Y esto se da, sobre todo, en la familia. Por ello, en la educación familiar es donde hay que exigir más a los hijos: en sus estudios, en su conducta, en sus horarios, etc. «Limitar el propio yo no nos restringe, como pudiera parecer, sino que nos hace más ricos», aclara Gomá. En definitiva, enseñarles a ser responsables y consecuentes. Porque la autoridad de los padres es un derecho de los hijos que agradecerán en el futuro.

La carencia de una antropología realista ha contribuido para que en la formación familiar y escolar se atenúe todo lo que suponga abnegación, limitación o responsabilidad. Pero «educar no es dar carrera para vivir, sino templar el alma para las dificultades de la vida», como según parece sentenció Pitágoras, veinticinco siglos atrás. Hay que corregir la blandenguería educativa para forjar el corazón de los nuestros. Sin una formación firme, se los llevará el viento de moda y seguirán irreflexivamente las conductas de la mayoría. O sea, educarnos y educar, toda la vida.

@ivanciusL