Francis, el alcalde de Icod de los Vinos, me pidió que fuera a hablar en las fiestas de esa hermosa ciudad, villa o paraíso en la que yo paraba cuando mi madre me mandaba a ver a mi padre al sur de Guía de Isora.

Fue un viaje muy hermoso, desde que empezó en Los Rodeos, siguió en mi casa del Puerto, con mis hermanas, con mi hermano, con los sobrinos, con los hijos de los sobrinos, y prosiguió en ese enclave decisivo de mi primera adolescencia.

Nada más llegar a Icod, por la tarde, vi la vieja parada de las guaguas, y esa visión del pasado puso en marcha una memoria que no me abandona, como la memoria del patio de mi casa o como la memoria de las olas blanquísimas de la playa de Martiánez o los zurriagazos del balón sonando sobre el cielo que ampara el pequeño desierto del campo del Peñón.

Claro, el alcalde no tenía por qué suponer todo esto cuando me invitó, porque él es un joven y yo ese día, precisamente, el domingo 27 de septiembre, cumplía una edad ya bastante provecta. Lo cierto es que su invitación despertó en mi un aluvión de recuerdos que forman parte de la construcción de una vida que entonces ya derivaba por los caminos del periodismo.

Pero así es: la memoria, como el azar, actúa con esos golpes de suerte. Fui a hablar de Emeterio Gutiérrez Albelo, el gran poeta cuyo surrealismo es un destilado de la mejor poesía de los años treinta, cuando parecía que todo (incluso las palabras) se volvía a inventar en Europa y en Canarias; lo hice, además, delante de la hija del poeta y de dos poetas que saben mucho más que yo de esa obra de Emeterio, Paco León y Alejandro Krawietz.

Mi memoria de este gran poeta es junto a Fernando Delgado, en una de las plazas de Santa Cruz, en las calles de la ciudad, es también la memoria de su lectura, sobre todo; me parece que el poder de su metáfora, que mezcla toda la modernidad del cine y de los inventos con la visión arrasadora de un genio de las asociaciones oníricas, representa como pocas escrituras de aquel tiempo previo a la guerra civil el espíritu que sobrevolaba como una luz aquella época. Ese tiempo tan hermoso desembocó en la guerra civil, que descuartizó el país y sometió a sus habitantes a un odio mortífero que también alcanzó a este poeta al que nunca abandonó la perplejidad que dominó su rostro.

Y hablé del Drago, claro, ante quienes saben más también; el Drago es una inspiración, un puñetazo verde y ocre de la tierra, una hermosa identificación que Icod tiene como un compañero, como la vela grande de un velero que no cesa de darle amparo y sombra a esas dos plazas legendarias en las que parece que el silencio a medianoche es la consecuencia del poderío singular del Drago. Parece que dije que por allí estuvo Humboldt; mi amigo Álvaro Fajardo me lo dijo. No lo quise decir, claro, Humboldt no llegó sino hasta el Botánico, en el Puerto, después de su fructífera excursión el Teide y al Valle de La Orotava; pero sí quise decir que su descripción de ese árbol servía también para hablar a la sombra del irrepetible Drago icodense.

Escribí ese discurso en el patio de mi casa, ese lugar al que algunos amigos aluden como el centro y el norte de mi escritura, y tienen razón. Me quité la camisa, me puse debajo de los helechos que están ahí desde que mi madre los plantó, los renuevan mis hermanas, y me puse a escribir como cuando empecé a escribir en este periódico, entusiasmado y feliz, y por un rato largo fui otra vez el adolescente que hizo de esa casa el centro (y el norte) de sus ambiciones de ser periodista.

Cuando llegué a Icod se cerró el círculo de la memoria de aquel viaje de la adolescencia: en esa parada de las guaguas (que ya no existe, ante el estupendo bar Parada) era la frontera del sur. Conmigo se montaban para ir a Guía de Isora, mujeres jóvenes, viejos, señoras que llevaban gallinas, gallos, sacos de papas. Yo iba a ver a mi padre, que desafiaba a los lagartos en un cobertizo donde yo lo esperaba hasta que él volvía a la carretera para volver a aquel patio inolvidable de mis primeros años..

Francis no sabía, no tenía por qué saberlo, hasta qué punto me iba a poner a flor de piel los sentimientos que alimentan para siempre mi vida invitándome a hablar en una de las bellísimas plazas de esta frontera norteña del sur.