No puedo evitarlo. Me rechina el uso reiterado de la palabra "democracia" en discursos, declaraciones o tertulias de debate, como si de una muletilla pasajera se tratara. Como en las recopilaciones del insigne don Fernando Lázaro Carreter, donde almacenó en sus Dardos en la palabra, todos los desvíos que detectaba en la expresión hablada o escrita; especialmente en los profesionales de la información. También incidía satíricamente en el ámbito político con aquellas repetidas frases de efímera moda y breve supervivencia: "Le agradezco que me haga esta pregunta"; o "... y dicho esto, (o dicho lo cual)..."; o la coletilla redundante: "como no podía ser de otra manera" (¡qué horror!); o aquello del periodista habitual "me llama poderosamente la atención...".

De los últimos usos dialécticos, ya en decadencia, está en boga la sustitución del superlativo por el "no, lo siguiente", que como todas las originalidades, oída o escuchada la primera vez puede tener su gracia, pero el uso perseverante la convierte en auténtico coñazo.

Como conclusión: las muletillas pueden ser fórmulas vacías de contenido que usamos para mantener el hilo comunicativo y darnos tiempo a pensar lo que queremos decir, o que las hemos incluido inconscientemente como un tic expresivo.

Así sucede con el expandido y desaforado uso del término "democracia" cuando alguien se queda sin recursos suficientes para defender su prédica y acude a respaldarse con un concepto incuestionable "es que yo soy muy demócrata", cuando se da por sentado que así debe ser sin necesidad de proclamarlo.

Pero se pervierte el discurso si lo que se pretende transmitir "es que yo soy más demócrata que nadie". Ahí el predicado se contamina por falta de fiabilidad y, por correlación, el resto deja de interesar; pues se cumple indefectiblemente el "dime de qué presumes y te diré de qué careces". Demasiadas carencias camufladas con rimbombancia para intentar que no se noten.

Democracia; la gran palabra significa, según su etimología, gobierno del pueblo. Nuestro DRAE, la define, adaptada a la realidad de uso actual como:

1.- f. Doctrina política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno.

2.- f. Predominio del pueblo en el gobierno político de un Estado.

Sentados ambos conceptos, dignos de ser respetados a todos los niveles, conviene restringir el uso tendencioso y/o interesado de la palabra "democracia" como si fuera un emoticono. Es un concepto que merece el máximo respeto aunque su precariedad funcional sea culpa del pernicioso factor humano. No de la filosofía política que, como utopía, se nos ofrece casi perfecta, como un mal menor, pero los mezquinos intereses individuales la contaminan con solo nombrarla.

Es importante definir los ámbitos estrictos donde tenga o no cabida. Pues su concepto universalizador tiene límites, por cuanto en una estructura jerárquica, donde el escalafón de autoridad y gobierno estén perfectamente articulados, jamás puede tener sentido que la base del organigrama "gobierne" decisiones, estrategias ni planificación. Por ejemplo: en una empresa, pública o privada, en un partido político, en un sindicato, en un ejército, en cualquier órgano de gobierno... en fin, allá donde los niveles de competencia estén escalafonados, preferentemente por méritos y valía, la operatividad dependerá de la función específica en cada escalón de la pirámide.

Y aquí entra la parte más importante de la "democracia aplicada". Ni más ni menos que la Declaración Universal de los Derechos Humanos (ONU, París 1948), donde se sentaron las bases internacionales del respeto a la parcela fundamental de cualquier democracia que lo sea de hecho, o que pretenda serlo de palabra. ¡Esto es lo que vale! Un concepto universal que no cabe en una sola palabra.

Menos "chau, chau, y más hago, hago"

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