De vez en cuando hay que hacer limpieza. En las casas y en los sesos. Las neuronas acumulan tanta basura residual como los muebles que nunca se despegan de la pared. Y en el mundo de la comunicación, manejado por tantas pasiones, competencias e incompetencias, conviene de vez en cuando sacudirse la pelambre intelectual para desprenderse de la caspa inútil.

Se cumple sólo un año de aquel gran ataque de nervios que sumió al país en el miedo a un contagio del ébola. Sólo un año. Doce meses. En ese tiempo pasamos de la certidumbre de que aquí se iba a producir una epidemia masiva, que nos convertiría en una especie de Apocalipsis zombie, al absoluto desinterés. Del pánico irracional al pasotismo vital. Aquellos días que vivimos peligrosamente acabaron con el sacrificio de un perro, única víctima mortal de la insensatez colectiva de este país histriónico. La gente sigue muriendo de ébola de forma cotidiana en varios países africanos, pero ya no sale en los telediarios. La muerte lejana de esos seres anónimos yace, como los huesos del olvidado can, en la oscuridad de los telediarios. Ya no es visible. Ya no existe. Es un árbol que cae en el bosque sin que nadie escuche el ruido.

Allá abajo, en las profundidades, están también los restos del Oleg Naydenov, aquel pesquero ruso que hizo correr ríos de fuel por las aguas de Canarias y de tinta por los periódicos insulares. Durante algunos días el pesquero incendiado en el Puerto de la Luz protagonizó un escándalo de proporciones bíblicas. Se habló de responsabilidades jurídicas por el hundimiento, de contaminación de nuestras costas, de inseguridad en los puertos... Hoy solo queda la chatarra del pecio en el fondo del mar, matarile.

La luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo. La frase de Tyrell también funciona en el mundo de la información donde las noticias son pavesas que se consumen sin dejar rastro. Solo quedan cenizas frías de la reforma laboral del Gobierno de Rajoy o de la polémica Ley de Educación del ministro Wert, reciclado como lujoso embajador permanente en París, ante la OCDE. Nadie truena en los informativos sobre la privatización del gestor de los aeropuertos nacionales, AENA de terribles consecuencias para Canarias. La pobreza y los recortes de los griegos, que durante semanas se convirtieron en personajes habituales de nuestros medios informativos, han pasado ya a un segundo plano y nadie les hace ni puñetero caso. Las camas siguen amontonadas en los pasillos de las colapsadas urgencias de nuestros hospitales, pero ya no arden los titulares con el infame colapso. Nos subimos en los aviones sin recordar que un copiloto al que se le permitió volar a pesar de estar más loco que una cabra terminó estrellando un avión de Germanwings contra una montaña.

Una y otra vez nos asustamos, nos alarmamos, no escandalizamos y luego todo se evapora y se olvida sin consecuencias perceptibles. Olvidamos con mucha facilidad. Con la misma con la que nos volvemos inútilmente histéricos.