Cada vez la gente se casa de forma más original. Eso decían en una tertulia de radio que apenas tuve tiempo de escuchar en el taxi que cogí esta mañana. De pronto recordé la boda de unos amigos que se casaron hace un par de años y lo que entonces me sugirió que yo recogí por escrito. Sin la ceremonia de costumbre, los novios organizaron su propio "rito". La celebraron a su manera. Y a su manera se comprometieron a "crecer y caminar de la mano". Esto es, desarrollarse individualmente y evolucionar juntos, me pareció entender.

En uno de los episodios principales de "Las Metamorfosis", Ovidio narra la historia de los ancianos Filemón y Baucis. Leí la traducción de este poema hace mucho tiempo, cuando era adolescente y en el colegio se manejaban textos de algunos clásicos. Y aunque a esas edades no puedes captar el sentido pleno de lo que se dice, ahí queda para cuando la madurez te permita entender tanto como abarca. Esa es una ventaja de ir cumpliendo años: comprender.

En la película "Volver a empezar", el protagonista lo relataba de forma hermosa. Cuenta Ovidio que Zeus y Hermes quisieron poner a prueba la hospitalidad de los humanos así que, vestidos como hombres, se pasearon por la tierra buscando cobijo. Solo una pareja de ancianos les acogió en su pobre cabaña y les ofreció lo poco que tenían. Al tiempo, los ancianos descubren que los forasteros son en realidad dioses y éstos quieren compensar su generosidad con un deseo. Los ancianos, que se amaban, piden permanecer juntos y morir al mismo tiempo. De manera que un buen día ambos contemplan cómo el otro se va cubriendo de hojas y poco a poco quedan convertidos en árboles. Él en roble. Ella en tilo. Y así, como árboles, permanecieron siempre uno a la vera del otro como era su deseo. Esta es la idea esencial que viene a cuento, tal y como yo lo recuerdo.

En medio de aquella boda tan original y emotiva, me vino la imagen de los árboles de Ovidio. Un roble y un tilo. Ambos vegetales, pero diferentes. Troncos individuales. Ramas propias con formas dispares. Hojas distintas y distintos frutos. Raíces que les alimentan de forma exclusiva. Seres vivos que necesitan luz, agua, tierra en proporciones ajustadas a cada uno. Y que, sin estorbarse, se acompañan y se contemplan crecer el uno al otro. Buena metáfora.

Solo hay algo que no sé si a Ovidio se le pasó por alto: las sombras.

Las sombras que los árboles proyectan, las mismas sombras que nosotros proyectamos. Hay sombras que refrescan, sombras que atemperan, que se desean porque suavizan los rigores cotidianos, que son abrigo, que son cuidado. Pero también hay sombras que ensombrecen y hacen palidecer. Mi amigo Manolo, que leyó esto en su momento, lo enmarcó de una forma brillantemente sencilla: "Las sombras que acogen y las sombras que sobrecogen..." A veces por no caer en la cuenta, a veces sin afán, a veces ofensivamente a propósito la sombra de uno se extiende y permanece sobre el otro como una calima que le impide respirar a pleno pulmón. Y mientras uno resplandece, el otro languidece o se apaga sin más. Hombres y mujeres incapacitados para brillar por la enorme sombra que otro alguien proyecta sobre ellos, y que más que sombra, es oscuridad. Sombras, es importante distinguirlas.

Las personas, como los árboles, requerimos la compañía en libertad, según creo. Un espacio suficiente donde las sombras que dibujamos no nos ahoguen unos a otros, donde logremos ser, con todas las letras. En esa holgura podemos agrandarnos tanto como queramos y desde ahí, entrelazarnos ramas o manos.

@rociocelisr

cuentasconmipalabra.com