El error de Chucho Dorta Chucho Dorta era un quisquilloso alborotador, desde que tenía quince años, en el colegio salesiano de La Villa. Las clases de Física y Química se las tomaba con mucho alborozo, quería hacerse notar, pretendía manejar los aparatos y la alquimia de modo autodidacta, sin las instrucciones del prospecto, sin la ayuda del profesor. Yo fui su profesor por corto espacio de tiempo y una vez se puso a juguetear en mi mesa con un viejo artilugio que había en el colegio de San Isidro de La Orotava desde antes de la guerra, de cuando lo regentaban los hermanos de La Salle. Era un chisme metálico, con un aro y una bola de hierro atada a una cadenilla independiente, en cuya bola se aplicaba una llamita de modo que se demostraba que el calor dilata los cuerpos. La bola en frío entraba y pasaba por el aro (dócilmente, si hablamos en metáfora) y al calentarla, dilataba, se trababa y no podía pasar. Mucho tiempo después, el expresidente de Venezuela Rómulo Bethencourt se estaba paseando, en aquellos días de junio de un año de los primeros ochenta, por La Orotava en loor y olor de multitud, aroma de alfombras, sabor de romería. El templete del kiosco de la plaza de La Alameda fue el púlpito improvisado desde el cual Chucho Dorta enarboló con descaro, sin miedo, una perorata disidente, anárquica y acusadora en sí misma, contra el ex dirigente venezolano. Años más tarde, en el muelle del Puerto de la Cruz, observé a Chucho el día martes de la Embarcación, empapado hasta el cuello, sin orden ni concierto, saltando a la quilla de la barca mayor, la barca donde iba la Virgen del Carmen. Fue, pues, la de Chucho una vida inquieta. Y para terminar yo acabo de leer en un crucigrama un simpático y al mismo tiempo extraño título de un compendio de reflexiones del cineasta José Luis Cuerda: "Si amaestras una cabra, llevas mucho adelantado". Chucho quiso amaestrar a todas las cabras desordenadamente. Ese fue el error de su alborotada existencia. Espectador