Para analizar la Historia y obtener un resultado o dictamen lo más aséptico y objetivo posible, es imprescindible considerar el contexto cronológico. No se pueden juzgar con la conciencia actual hechos o episodios acaecidos en siglos lejanos cuando las leyes, usos, principios morales y costumbres nada tenían que ver con el presente.

Actos heroicos y episodios gloriosos que como tales fueron valorados, hoy pueden parecernos denigrantes desde la perspectiva atemporal de imaginar que se produjeran en la actualidad.

No nos quepa la menor duda de que nuestra historia presente será juzgada desde la óptica futura con la crudeza que merece, por ejemplo, una infamante reforma laboral; muy cercana a los mercados de esclavos que eran legales hace apenas un par de siglos. O ¿qué tratamiento recibirá en los textos escolares la corrupción generalizada de políticos y banqueros; o una Justicia como tela de araña que solo sirve para atrapar pequeños insectos, pero es fácilmente atravesada por los delincuentes más poderosos? Por no hablar de los conflictos bélicos en marcha, que nada tienen que envidiar a las masacres de antaño.

En esta extraña patria, tan curtida por avatares bélicos y sacudida por invasiones romanas, visigodas, musulmanas o francesas, solemos regodearnos en aspectos negativos, adheridos a cualquier contienda, e ignoramos o pasamos por alto gestas heroicas sin paliativos.

No creo que exista en Londres una calle dedicada al general Gutiérrez, vencedor en Tenerife de Horacio Nelson. Por contra, aquí homenajeamos al extranjero derrotado poniendo su nombre en una céntrica vía; y a nuestro héroe lo colocamos en una calle pequeña. Habría que profundizar en esta pequeña expresión de un despropósito.

Resulta envidiable cómo países normales de nuestro entorno glorifican su historia y dignifican a sus personajes más reseñables. Todos aman a su patria y a sus símbolos como el más normal de los sentimientos. No suele haber excepciones, salvo casos muy puntuales, aislados y extraños. Entre sus virtudes se halla en lugar preferente el respeto por su propia historia, incluso adaptándola al corazón popular mediante la exaltación de las victorias y hablando en voz baja de las derrotas. Al revés de como aquí hacemos.

La pasión por lo nuestro no debe sufrir limitación por resentimientos antiguos ni emociones negativas que, ajenas al sentido común y al uso de razón, se expresan con visceralidad nociva por mor de confrontaciones ideológicas y adoctrinamientos fundamentalistas.

El derecho a la libertad de expresarse es mérito de todos. Como tal, contemplado hasta la línea que marca el respeto a los demás. A pesar de ello, no puede ofendernos quien rebasa esa frontera moral porque no se siente como la mayoría. Apenas logrará infundir cierto sentimiento de compasión aquel que, nacido español, no tuvo la fortuna de poder enorgullecerse de serlo... de su bandera, de su himno y de su Historia.

Pero no podemos librarnos de la vergüenza ajena ante otros países próximos que nos juzgan desde fuera por comportamientos extremos y por la procacidad de declaraciones de personajes que utilizan un cargo público, incluso desde una ideología legítima, como arma arrojadiza contra quienes creen sus adversarios. El contrasentido de algunos es aspirar al poder so pretexto de dirigir la nación que denigran. (Mal se gobernaría desde odios latentes o reprimidos).

Hablar de genocidios atávicos es un argumento demasiado forzado que conlleva, aparte de la intencionalidad concreta, un defecto de información histórica que no se debería tergiversar para no delatar una minusvalía intelectual, cultural y humanística poco gratificante.

Por mi parte, "¡soy español!... ¿algún problema?". Es mi lema desde la profundidad de mis sentimientos, descalificando en exclusiva a los políticos torpes y nocivos que nos han conducido a la lamentable sinrazón de tener que defender así esta pasión colectiva, solo ataviada de ideales lógicos y naturales.

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