La vida humana es un valioso pergamino que se va escribiendo con letras muy pequeñas, hasta construir una historia que puede resultar maravillosa o banal. Y, tal vez, la diferencia se encuentre en la esmerada, o descuidada, atención a lo minúsculo. Me explico.

El mundo ordinario se transforma en deliciosa aventura cotidiana cuando se da importancia a lo pequeño. Entonces, la existencia se puebla de luchas emocionantes, de victorias y fracasos, de tensión vital por acertar en las pequeñeces con las que manifestamos nuestro interior y lo compartimos con los demás. Y, al final de todo, resulta que la felicidad grande a la que aspiramos en lo hondo del corazón nos la jugamos en lo minúsculo de cien aventuras diarias.

Por el contrario, quien desprecia lo pequeño se encadena a lo extraordinario para no sucumbir a la rutina. Intentará entonces, tal vez sin mucha consciencia, buscar un paraíso de felicidad en lo exclusivo, en lo lujoso, en lo excitante o en lo digitalmente ficticio -por cierto, actitud muy difundida en anuncios, videoclips, etc.-. En consecuencia, la vida se transformará en un circo en el que cada vez las atracciones nos impresionan menos, y donde se necesitará aumentar el nivel de lo excitante. Además, como todo esto no es nada fácil de conseguir, se termina en un agobiante vacío. Tal vez, durante algún tiempo se logre participar en diversas distracciones de ese tipo, pero la requerida elevación del dintel de lo extraordinario al final conduce al desencanto.

La tarea de enamorarse de lo pequeño la ha expuesto bien el francés Christian Bobin, con su estilo propio a mitad entre el ensayo y la prosa poética. Escribe: "Todo lo que hago es muy pequeño. Es del orden de lo minúsculo, de lo infinitesimal. Ante la pregunta: usted a qué se dedica, esto es lo que me gustaría contestar: me dedico a lo muy pequeño, doy testimonio de una brizna de hierba". Además, aclara que su planteamiento no nace de una cierta huida desencantada de lo real y ordinario: "No busco la paz sino la dicha, y creo que para eso es preferible buscar por todas partes, sin método, y preferentemente entre la vida corriente, minúscula".

Solo desde esta antropología minúscula se pueden entrelazar lo extraordinario y lo cotidiano, elementos necesarios para una vida plena. Así, los grandes ideales que dan sentido y fondo de ultimidades a la vida se mezclan con el realismo de lo cotidiano sin el cual quedarían en proyectos ilusorios. En este sentido, sentencia Bobin que "el mundo está perdido y la vida está intacta"; Es decir, no puedo cambiar un universo que está herido, pero sí alcanzo a mejorar mi existencia; y ese cuidado de lo pequeño transforma el mundo.

En resumen, el amor a los detalles salva una vida de la rutina y la convierte en esa gran aventura diaria de lo muy pequeño: una mirada, un guiño, llegar puntual, ser ordenado o dar limosna; un por favor, gracias o perdón; una sonrisa, una pregunta o, tal vez, escuchar en silencio; un regalo, una felicitación, el arreglo o desarreglo personal, una invitación; un buenos días, un amén o un pésame... Este es el suelo sobre el que se construye una vida lograda. "La arena es un puñadito, pero hay montañas de arena", cantaba Jorge Cafrune.

Cuánta importancia tiene esa antropología de lo muy pequeño que ha sido bien atendida por numerosos poetas. Ya en la segunda mitad del siglo XIX, escribía Emily Dickinson: "Tan poca cosa es llorar / -algo tan breve suspirar- / ¡Y sin embargo -por Asuntos- de esta magnitud / morimos los humanos!". O también, la poeta española contemporánea Pilar Pardo, en su poema "Ruido", exclama: "Qué triste lo rotundo y excesivo / la ostentación, el grito, la sal gruesa. / Qué bendición vivir para quedarse / en el cauce secreto / de lo leve".

@ivanciusL