Votaré pensando en Nueva Jersey, en el Uruguay de 1917 o en la elección presidencial chilena de 1970. Antes de iniciar el rito protocolario de cada cuatro años, mi conciencia guardará un minuto para acordarme de Jane Eyre, Olimpia de Gouges y Harried Taylor, las mismas que rompieron el té de las tertulias liberales de la época victoriana para sembrar la semilla del cambio y de los derechos fundamentales.

El domingo evocaré con satisfacción la apertura de los Estados Generales del 5 de mayo de 1789, así como el esfuerzo trascendental del presidente Lincoln para abolir la esclavitud en un mundo donde "la probabilidad de perder en la lucha no debe disuadirnos de apoyar una causa que creemos que es justa". Estoy seguro que homenajearé el insustituible papel de Mariana Pineda, Teresa Claramunt o Emilia Parda Bazán, precursoras de la educación y la defensa de los derechos civiles. Imposible será no imaginar lo orgullosa que se sentiría Clara Campoamor y todos aquellos que posibilitaron en 1933 que las mujeres ejercieran por primera vez en España el derecho al voto, asistiendo hoy al paseíllo de hombres y mujeres convencidos de elegir el gobierno que quieren.

Al doblar la papeleta comprenderé cómo un ejercicio tan básico de papiroflexia ayer se convirtió en un duelo con sangre que provocó el exilio de los que decidieron dar a sus hijos y nietos un mundo sin ataduras intencionadas. El blanco y negro me invitará al 15 de junio de 1977, cuando la coalición UCD comenzó a cimentar el entendimiento y el edificio democrático en una España vieja de represión y virgen de progreso.

Voy a votar porque soy el jefe de mi dictamen, y los palos se dan en las urnas y no en las calles. Además, voy a votar porque quiero seguir formando parte de la historia de los once procesos electorales que se han celebrado en el país desde el empadronamiento de la joven democracia; lo haré por Jonás, Pedro y José, unos de los miles de exiliados por la crisis que no pueden ejercer su derecho por culpa de un censo electoral de residentes permanentes en el extranjero que se cerró pronto y, con ello, sus esperanzas de cambiar o mantener el destino que sí pudieron elegir cuatro años antes.

Votaré para incomodar a la abstención y a los deseos de la ingeniería electoral de aniquilar el voto exterior. Cumpliré con el deber que me otorga empatizar con el 95% de los emigrantes que se quedan sin poder ir a votar, más si cabe cuando la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) considera deficiente el sistema de voto por correo.

Con sus fallos y aciertos, con sus debilidades y sus potencialidades, contribuir con la causa electoral nos legitima para defender al de abajo, molestarnos con el del medio y exigirle al que está más arriba. Pese a que Bismarck decía que "nunca se miente tanto como antes de las elecciones, durante la guerra y después de la cacería", la licencia del ahora se pasa rápido y requiere de agilidad ética; al final, el después es siempre demasiado tarde.

@LuisfeblesC