Cuando un político de Tenerife ha ocupado la presidencia del Gobierno regional, lo normal es que se haya esmerado intentando hacérselo perdonar en Las Palmas. Empezó Manuel Hermoso, que hizo más kilómetros de jet foil que el baúl de la Piquer y hasta se cogió un enfriamiento bañándose a las tantas de la madrugada en Las Canteras, en el tradicional remojón. Pero ni por esas. Ni Fernando Fernández, ni Hermoso, ni Adán Martín consiguieron quitarse el sanbenito de que ser presidente y ser de esta isla es pecado. Así que sacudieron el bolsillo regional a base de bien para compensar que un trasero chicharrero ocupase la Presidencia.

Ese complejo lo debe conocer el presidente del Cabildo de Gran Canaria, Antonio Morales, que anda metiendo el dedo en la herida a ver si sacude el árbol del Gobierno aventando el viejo fantasma tinerfeño. La clase política de Gran Canaria es de pilas alcalinas, como aquel conejo que no cesaba de tocar el tambor. Y no paran. El discurso de las inversiones desequilibradas -que arrastra el polvo de las pirámides- sigue tan vigente como siempre. Morales, verbigracia, sigue emperretado a la cabeza de una campaña en que los millones del IGTE se gasten en la pandorga de las islas en función del número de pejeverdes.

Morales tiene un discurso inteligente. Habla de regionalismo poniendo por delante la población que se aglutina en las dos grandes islas, que incluye obviamente a la suya. Quiere que se gaste el dinero en base al criterio poblacional. Y vale. Pero luego resulta que defiende con todo ardor (y bastante lógica) la carretera de la Aldea a Agaete (y dos piedras) que costará la friolera de 239 millones de euros y afecta a una población que no llega a diez mil personas. ¿Cómo se puede defender por un lado una cosa y por el otro la contraria? Pues sin complejos.

Morales tiene mensaje tan claro que lo dijo nada más tomar posesión: no se puede gobernar Canarias sin Gran Canaria. La hostilidad del presidente del Cabildo con Clavijo no es gratuita, sino táctica. Situarse como antagonista del presidente le coloca en posición reivindicativa que puede traducirse en inversiones. Y mucho más si tiene el apoyo, como es lógico, de los sectores sociales y económicos de su isla. El tronco discursivo es que están hartos de contribuir con más y recibir menos. Gran Canaria -dicen- es la que más dinero aporta a la región y la que proporcionalmente menos recibe.

La consecuencia lógica de ese discurso es el imperio de la población sobre el territorio en el reparto del poder político. O sea, de la pasta. Esa verdadera caja de los truenos que acecha detrás de la escaramuza del IGTE: el deseo de cambio de los equilibrios de representación de las islas en el Parlamento. Por eso se escucha ruido de sables en los cuarteles de las islas menores que van a responder con una ofensiva que cuando aterrice en el Parlamento va a aumentar el consumo regional de trankimazín.