En los laterales de mi trozo de naturaleza, a modo de seto arbóreo, los frutales toman color prematuro de primavera y la carga de verdes, rojos y amarillos permite que se componga otro cuadro, con nuevas plantas y flores invitadas, y con una asombrosa paleta de tonalidades.

Todo apunta a que el invierno dice adiós sin apenas haber llegado, un adiós que está por la labor de expirar de manera inmediata, de entregarse a una primavera que sueña con abrir su esplendor cual capullo musculoso y soleado de rosa color sangre.

Más arriba, por encima de los mil metros, los brezos lucen flores blancas y olorosas y los pájaros brincan de un lado a otro muertos de alegría, borrachos de tanto elixir. Abajo, donde troncos y plantas se agarran al sustrato, la belleza es verde sobre verde y este espacio se niega a admitir prisiones de marrones y amarillos en área clímax de monteverde.

La vida brilla en cualquier punto de mi trozo de naturaleza, encerrada entre líneas de frutales que juegan a creerse recién nacidos, con el cántico de los pájaros menudos y divertidos que revolotean apoyándose en manzanos, perales y ciruelos podados en señal de fiesta.

La llovizna, junto a la nube gris, espesa y opaca, sigue encharcando el sendero, que refleja sombras del árbol viejo en lagunillas donde hacen pie hasta las hormigas. Al otro lado, las aves de corral se enfangan graciosas y enloquecidas por dos rayos de sol que calientan de incógnito, los primeros de las últimas semanas. En la otra esquina de la cuadra, ahora camino de una puerta artesanal trancada, espabilan cuatro ovejas negras de barro y estiércol. Los gallos se quitan de delante.

Hay nubes se mire para el lugar que se mire, y ahora sol, y luego lluvia fina, que se ve que es ella misma gracias al charco poco profundo. Y ya, al fin, solo cielo azul y montañas de fondo.

Todo esto se dibuja a nada de que caiga la noche, que llega, como siempre, con su regalo maniático de meter menos y menos grados. Queda un instante para que la luz del día descanse y ello se nota en los termómetros.

La noche se estrena. Los pájaros, los animales domésticos y el resto de fauna salvaje están abrigados y las ventanas ya oscuras de aquellos frutales que presumían de alegría abortan sin querer cualquier intento de felicidad multicolor.

Los setos están pero no se ven, el corral apaga todas sus luces y ya solo queda forrarse mucho, hasta arriba del todo, con los ojos encendidos y la vista abierta, y a la vez confiar en que la nube también duerma porque esta vez no haya decidido irse de fiesta hasta altas horas de la noche.

Pasa el tiempo y el silencio reposa sobre árboles, tierras de cultivo y tejado a dos aguas. Fuera, el cielo negro se deja ver a lo lejos y poco a poco, con los grados empujando hacia el refugio, se divisa un espectáculo de luces que recuerda el placer de los pájaros libres y saltarines entre las ramas de los brezos borrachos de miel y fragancia.

Las estrellas invitan a quedarse a la intemperie; el frío lanza hacia la casa; el corral permanece ajeno a este minúsculo jaleo, y las flores de los árboles recelan encogidas a ver qué tal pasan la noche.

A estas horas resulta imposible aguantar más. Da mucha rabia, pero el cuerpo no está preparado para ese chute de baja temperatura. Las estrellas se ponen a bailar para llamar la atención y evitar el adiós de los seres hielo, pero el frío a la vez pellizca queriendo indicar que fuera más no. Saltamos dentro de las cuatro paredes y todo queda atrás, menos el recuerdo, que mantenemos vivo hasta que el sueño nos convierte en invisibles, en seres muertos por un rato, en cuerpos en hibernación.

@gromandelgadog