Como dijo Bertold Brecht -ese tipo famoso porque lo cita Pablo Iglesias- cuando la verdad es demasiado débil para defenderse tiene que pasar al ataque. En España ha triunfado una sangrienta revolución y ya va siendo hora de aceptarlo. Hemos instalado los engranajes de una guillotina que cada día funciona con la misma mortífera eficacia que su antecesora de la revolución francesa. Manos anónimas empujan a los condenados y activan los mecanismos de la decapitación mientras una hilera de víctimas circula con resignado estoicismo camino del matadero.

Felipe VI, jefe del Estado español, ha suspendido esta semana su viaje al Reino Unido debido "a la situación del país". Del nuestro, que es el suyo. La lectura real de esa suspensión es que no ha salido de viaje debido al pánico que produce en sus asesores una reacción adversa de las masas y los medios de comunicación. Aunque se trate de un viaje oficial, no de ir a disparar a elefantes a un lejano país africano. Aunque tenga que ver con los intereses económicos del país y sus relaciones exteriores. Vivimos en el imperio del terror de un comité de salvación pública que se encarga de lanzar un primer grito de "a la guillotina". Y después de eso, la reacción de la plebe mediática es imprevisible.

Los nuevos "sans culottes" se mueven en las redes sociales y tuitean verdades y mentiras, ficciones y realidades: ruido y furia se mezclan con el sonido de las palabras y las asfixian, cuando no son gritos. Para ser escuchado hay que reclamar la atención con un insulto, con un espectáculo o con la violencia. Es normal que el rey de un país donde cada día se demanda una ración de carne de horca se la coja con papel de fumar. Lo mejor para no equivocarse consiste en no hacer nada. La inmovilidad del conejo ante los faros del coche que lo deslumbran en mitad de la noche. O la de Mariano Rajoy, un entristecido Papa Luna al que ni siquiera los suyos terminan de entender.

La maquina trituradora es democráticamente ciega. Lo mismo se traga a un noble que a un plebeyo. Lo mismo devora los intestinos de un engominado tesorero conservador que las vísceras de un profesor anticapitalista supuestamente financiado por un gobierno bolivariano. Para que se ponga en marcha sólo hace falta lanzar al estanque una gota de sangre. Una simple gota. Una duda, una brizna de sospecha, el extremo de un hilo. Un contrato. Un simple contrato de los que tiene cualquiera, puede ser el detonante adecuado si se utiliza en el contexto de la máquina. Decir de "esa manera" que fulanito tiene "un contrato" no es ponerle comillas, sino hojas de acero. Un viaje del que se escape la foto de una sonrisa o un de un comilona puede ser la gota de sangre que cae en el estanque de la mala leche nacional. Mejor dejarlo.

Cómo será de terrible esta guillotina mediática que hasta los reyes se quedan congelados por el miedo.