Hoy. Acostumbrado como estaba a las tardes con cortinas de agua blanca en el horizonte interrumpido, ahora ausentes en exceso, apenas me acerco a los cristales de la mampara ciega por las pedradas de la calima. Muy poco dirijo la mirada al lecho del río sin agua, y mucho menos a la ladera que alcanza la cima con mancha de bosque, que a velocidad de vértigo se muda al amarillo hojarasca.

La ciudad está sucia y despeinada, y la naturaleza acompañada de versión de lluvia serena a veces, brusca otras, no está dispuesta a hacer nada. El río no lleva la música del movimiento y por eso cada vez es más barranco. La vida en el fondo se retira poco a poco ante el aborto de arroyo y los bloques de hormigón y las planchas de asfalto sacan pecho para erigirse como la única realidad imponente. El aire esta vez no apesta porque la chimenea ha callado. La coyuntura se sirve quieta, mansa, y quizá sea la plataforma que anuncia la huida. Aquí no hay quién viva.

Ayer. El agua que llegaba del cielo previo aviso de oscuridad miedosa lo había inundado todo. Las cortinas solo eran de agua y multitud de caras se pegaban a los cristales limpios, que dejaban pasar sonrisas anchas e inusitadas. Había río. No se veía pero ahí estaba. Sonaba y eso bastaba para acariciarlo de verdad. La ladera lloraba a chorros y esas columnas de vida se apelotonaban en el embudo que daba fuelle al caudal. El esplendor esperaba abajo y arriba, y la alegría servida con gracia de precipitación se mostraba en todos los rincones. Existía el río, el agua, el bosque... Había un reino construido como imitación casi perfecta del imperio de esa perfección llamada naturaleza. Todo estaba limpio y producía placer abrir la ventana para que hirviera la combinación de gravedad y brisa, de humedad, frío y lluvia, en la misma epidermis en que se calcaba la sonrisa.

La ciudad se asomaba en bloque antes de que escapara la belleza. El silencio ajeno a la lluvia se imponía en la urbe de la escorrentía y las sirenas callaban hasta que las precipitaciones dijeran adelante. Fue un momento clímax. Es el ayer que de una vez quisiera como el ahora.

Mañana. El río desaparecerá por completo y apenas albergará esperanza alguna de que la cuenca recupere o alterne sus dos dibujos. El bosque se caerá de la abrumadora ceiba y los perros retozarán sobre la alfombra de marrones que ha precipitado la sequía. La chimenea dejará de emitir para siempre sus gritos de humo y los edificios y las calles esconderán a todos sus pobladores. La tristeza reinará porque la poca naturaleza urbana entonces ya se habrá ido. Veré cómo la ciudad se muda y apuraré lo de hacer mis maletas.

Miro desde donde veía posada la añorada cortina de agua y solo toco cristal opaco e inundado por la tierra, magua de curso de agua, ladera desértica y bosque moribundo. La coyuntura es de muerte: entorno petrificado, agonizante, irrecuperable. Me digo junto al espejo que ha llegado el momento de activar la huida y al instante ya estoy fraguando cómo llegar sin demora a mi verdadero trozo de naturaleza.

@gromandelgadog