Alfredo Menéndez, que hace un buen programa matinal en Radio Nacional, convocó el último viernes a sus contertulios (dos hombres, dos mujeres) a debatir sobre la recién descubierta última invención de Einstein, la de las ondas gravitacionales. Dos tenían que estar a favor, dos en contra, fuera cual fuera sus posiciones personales. Así enseñan en Estados Unidos y en Inglaterra a debatir a los estudiantes: tienen que adoptar una posición, aunque les duela, y a partir de ahí han de generar argumentos que defiendan la creencia. No es descabellado afirmar que esa es la raíz del sentimiento democrático que anima los debates anglosajones, donde discutir no es tratar de matar al otro.

Esa diatriba suscitada por el admirable compañero de la radio me llevó a pensar sobre lo que yo mismo sabía acerca de la ciencia de Einstein y de otras ciencias, desde el principio de los tiempos hasta ahora mismo, si no sé siquiera cómo demonios se enciende la luz. Esta última no es una metáfora: ¿hay alguien ahí que pueda decir claramente, como para que lo comprendan un niño o yo mismo, cómo se hace el milagro de la luz? La luz es un misterio, como lo es la fórmula magnífica, tan esencial y tan decisiva, de Albert Einstein. Es tan extraordinaria la simplicidad del invento de la luz que aún sigue siendo objeto de los primeros juegos de los niños. En cuanto un niño alcanza a los botones de la luz enciende y apaga las bombillas como si ese fuera un juguete.

A lo largo de mi vida traté de saber muchas cosas y ahora sé, como aquel filósofo, que no sé nada realmente. Sé el nombre de los medicamentos, pero de medicina sé mucho menos que cuando iba a los médicos para que me explicaran el misterio del asma, esa maldita ausencia de respiración que se alojaba en mis bronquios; quise saber de geografía y me he quedado en lo que sé acerca del callejero de mi pueblo; he querido saber por qué vuelan los aviones y he preferido ignorarlo. Lo que me sorprendió aquella mañana en que Alfredo Menéndez puso a discutir a sus contertulios acerca del hallazgo de Einstein fue que los cuatro periodistas, en efecto, se aprestaron a discutir sin importarles sus propias convicciones científicas. Pues tenían convicciones científicas.

En tiempos en que el periodismo empezó a especializarse, tarea en la que se halla en proceso de retirada, me parece, había excelentes periodistas científicos y sigue habiéndolos, los oigo y los leo maravillados de su conocimiento y de la narrativa que aplican a lo que saben sobre lo que se descubre, pues además parece ser el suyo un saber sobrevenido; es decir, en cuanto ocurre el descubrimiento ya saben de donde viene y lo que significa. No es extraño: son especialistas, como los médicos en los suyo o como los mecánicos en esta o aquella zona del motor.

Ahora bien, ¿y los periodistas del común, esos tertulianos que tenía allí, ante el micrófono, Alfredo Menéndez? Seguramente eran sabios, pero se lanzaron con tanta destreza a desmenuzar los hallazgos de Einstein que no sólo me dieron envidia, como periodista, sino que me pusieron a pensar en cuanto ignoro. Pero no sólo de la luz, de las alas de los aviones, de Einstein, sino de lo más común, de la historia, de la política, de la literatura, e incluso de la sintaxis, que es una disciplina que me fascina para practicarla pero no para analizarla. Mi madre solía decir que la ignorancia es muy atrevida; ahora se habla mucho, en la radio, en la tele, en los periódicos, a bote pronto; aquellos tertulianos discutían de broma, naturalmente, y por eso jugaba con ellos Alfredo Menéndez; pero los hay que se ponen muy serios ante un micrófono o ante una pantalla y dicen lo que les da la gana sobre lo que probablemente saben lo mismo que yo del fenómeno mágico del encendido de la luz.