Aparte de escribir obras inmortales, el Nobel colombiano Gabriel García Márquez le dejó a la humanidad, al menos a la humanidad que representa su oficio más querido, el periodismo, la Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano, que tiene su sede en Cartagena de Indias y que esta última semana profesó en San Juan de Puerto Rico, durante la celebración del Congreso de la Lengua española, del que formó parte.

En ese marco (en ese marco incomparable, se decía antes) escuché ayer mismo hablar a Álex Grijelmo, el autor de un libro fundamental para el oficio, "El estilo del periodista", que ya va por la edición decimoctava y que es manual de periodismo en muchas universidades latinoamericanas, incluida la muy ilustre de Puerto Rico. Grijelmo habló de ese libro y de sus experiencias analizando el lenguaje periodístico ante un grupo de alumnos de la escuela de Gabo. Uno de ellos, puertorriqueño de San Juan, le contó que lo más sabroso de su libro, sobre virtudes y defectos del periodista, es una anécdota que ocurrió con Manuel Fraga Iribarne cuando era aquel tronante ministro de Franco que no dejaba títere (ni periodista) con cabeza.

Lo que pasó en esa ocasión que Grijelmo cita y que el joven estudiante le refrescaba fue que un periodista poco avezado, o poco avisado, le pidió al impetuoso y gaseoso profesor que le resumiera una conferencia que él acababa de dar. Fraga no se contuvo: ¿cómo que tenía que resumírsela el propio autor de la charla? Para eso estaba el periodista. "Yo le puedo leer la conferencia otra vez, si quiere, pero para resumirla le pagan a usted", fue lo que le vino a decir el hombre que dijo que la calle era suya.

Cuando comentamos la anécdota el profesor Grijelmo estuvo de acuerdo en que lo que le sucedía al periodista errado era un problema de amor propio. Un periodista no puede delegar en otro sus funciones, aunque sea el autor al que va a resumir. El oficio del periodista incluye la obligación de poner en lenguaje periodístico, para todo el mundo, lo que escucha o lo que ve; nadie sino él tiene esa obligación, que es parte de toda su obligación. Decirle a la gente lo que dice la gente que pueda tener interés, contar en un lenguaje que es suyo lo que se ha dicho en el lenguaje de los otros.

Por esa vía del amor propio luego se habló, en esa clase de periodismo, de algunos hechos que marcan el desdén que muchas veces aplicamos a lo esencial de nuestro oficio. Alguien aportó un hecho que es muy habitual en las redacciones: cuando se ha de verificar una declaración o una información y el redactor jefe nos requiere para que llamemos a las personas implicadas, nuestro amor propio se retrae hacia las grutas de la gandulería. Así que cuando nos pregunta ese redactor jefe si hemos localizado a la fuente que nos falta para completar la información no nos cuesta trabajo decir: "Es que no contesta". Si nos preguntan cuántas veces hemos llamado se pone de manifiesto esa falta de amor propio: una vez y no más. "¡Es que no contesta!"

El oficio de periodista no es exactamente un sacerdocio, pero se lo parece. Siempre ando por ahí con un libro que complementa muy bien el excelente tratado ético y periodístico de Grijelmo, "Los elementos del periodismo" de Bill Kovach y de Tom Rosenstiel. Ahí se publica una lista de obligaciones del periodista (nueve en total) que son el resumen de un amplio estudio realizado entre periodistas de Estados Unidos. Cito sólo cuatro de esa fila de cuestiones que forman parte de las obligaciones más pertinentes (y a veces más impertinentes) del oficio: "1. La primera obligación del periodismo es la verdad. 2. Debe lealtad ante todo a los ciudadanos. 3. Su esencia es la disciplina de la verificación. 4. Debe mantener su independencia con respecto a aquellos de quienes informa".

Verificar, comprobar. Obsesivamente. Eso es lo que tenemos que hacer, como moscas cojoneras. Ah, y don Manuel tenía razón, por esa vez: el periodista tiene que escuchar y resumir. Nadie lo puede hacer por él.