El absentismo laboral, desde el cuarto al decimoquinto día de baja del trabajador, cuesta 10.000 millones de euros a la economía, lo cual se reparte casi al 50% entre el coste para la administración pública y el coste empresarial, aun sin tener en cuenta el coste de los tres primeros días de baja, que son asumidos al 100% por estas últimas.

Durante la crisis, todo hay que decirlo, el número de bajas y los días correspondientes bajaron de manera sustancial, pero una vez que la empresas se han estabilizado y la economía va creciendo (de manera lenta pero ordenada) se han vuelto a disparar.

Por aportar datos oficiales no discutibles, en 2007 (antes de la crisis) había 483.000 procedimientos de baja mensuales de media. En 2012 (el comienzo de la recuperación) se tramitaron 284.000 expedientes, y en 2015 (tras tres años de crecimiento continuado) volvemos a tramitar 300.000 expedientes mensuales de media.

Unos lo valoran por la opresión -incierta- del empresario, que quiere separar el heno de la paja y no hacer trabajar a ningún trabajador cuya baja médica sea adecuada, y otros, porque el absentismo injustificado y la picaresca restan productividad a las empresas y sobrecarga al resto de trabajadores.

No deja de hacer gracia que algunos reivindiquen más gasto social cuando no hacen nada para corregir una situación que merma en 5.500 millones de euros los presupuestos públicos, de donde podrían sacar muchas medidas de recorte de impuestos, políticas sociales o incentivos económicos para la creación de empleo.

El discurso es sencillo: la productividad debe propiciarla la empresa y ejecutarla el trabajador bajo un paraguas legislativo y un compromiso social vigilado por la Administración Pública.

Cada uno debe jugar su inexcusable papel o nunca existirá un verdadero compromiso de crecimiento.