Nuestra ciudad no ha tratado a Leonardo Torriani como merece. Tenía razón el profesor Antonio Martinón Cejas cuando, noches atrás, en el propio consistorio, lo manifestaba así de manera espontánea y con llaneza. Hace años, se le dio el nombre del ingeniero cremonés a un escuálido callejón sin salida, de poco más de veinte metros de longitud, por el que se accedía a un ya desaparecido molino de gofio desde la calle Quintín Benito, también conocida como Las Cruces. El callejón, como tal, nadie podrá decir que no es digno. Pero la categoría del personaje, la trascendencia de su obra y su muy valiosa contribución al conocimiento y reconocimiento de nuestra ciudad reclaman para él una vía de mayor importancia dentro del perímetro histórico.

La defensa que el doctor Martinón hizo del ilustre ingeniero fue cordial, matemática, hecha sin duda desde su triple condición de lagunero que vive, se preocupa y le preocupa su ciudad natal; del científico que valora el alcance de aportaciones como las que el técnico lombardo procuró al archipiélago y de manera singular a San Cristóbal de La Laguna; y con la autoridad que le confiere el cargo de rector magnífico de nuestro primer centro universitario de estudios; tres altozanos para la crítica constructiva, a los que cabría añadir el del conocimiento directo que supone haber sido desde la niñez vecino de la zona, la de la lagunera plaza del Cristo.

Leonardo Torriani llegó al archipiélago en 1584, enviado por Felipe II para proyectar y construir en La Palma un muelle y un torreón defensivo; encargo regio que lo retuvo en la isla hasta 1586. Todo da a entender que el monarca y su concejo quedaron satisfechos del trabajo, porque Torriani se encontraba de nuevo en Canarias en 1587, investido ahora de poderes más amplios, para inspeccionar la red de fortificaciones del archipiélago y proponer un sistema de defensa eficaz frente a los ataques navales y la piratería menor, los "espumadores del mar" (Ruméu de Armas, "Piraterías", I, 615), amenaza creciente de las islas desde el último tercio del siglo XVI.

Torriani era un renacentista. Poseía un bagaje intelectual rico y bien cimentado. El doctor Marcos Martínez ha estudiado la huella del mundo clásico, honda y extensa a la vez, en su obra escrita. Debió de haber sido un caminante incansable, un tenaz montañero; algo así como un Telesforo Bravo del siglo XVI. Sus mejores descripciones de las islas las ofrece cuando las contempla desde sus crestas más elevadas. En los cinco largos años de su segunda permanencia en ellas las recorrió, tomó nota de todo cuanto -naturaleza, paisaje, paisanaje- iba impresionando su retina, su despierta sensibilidad y su curiosidad intelectual, y elaboró informes sucesivos, aderezados con observaciones personales de impagable valor, que enviaba a la corte al tiempo que, también por orden real, se reservaba una copia.

Concluida su misión, el ingeniero real regresó a la península ibérica en 1593. Consigo llevaba los duplicados de los croquis, mapas, alzados y apuntes literarios y humanos de su labor de más de un lustro en Canarias. Tres años más tarde, el mismo monarca le encomendó nuevos servicios en Portugal. Allí casó y tuvo cuatro hijos, dos hembras y dos varones. A manos del más pequeño de ellos, el benedictino fray Juan, pasó el preciado manuscrito de su padre cuando Torriani falleció en 1628, a los sesenta y nueve años de edad, y lo guardó en el convento de São Bento de Coimbra, de donde por fortuna fue finalmente a parar a la biblioteca de la Universidad conimbricense.

Con sutil ingenio y mucho arte

La obra de Leonardo Torriani permaneció inédita hasta mediado el pasado siglo XX. Sin embargo, ya en su tiempo era conocida y excelentemente valorada. Fray Alonso de Espinosa se refiere en su historia de 1594 al ingeniero "que con sutil ingenio y mucho arte escribe la descripción destas islas". A ella aluden Núñez de la Peña en el XVII, Verneau, Millares Torres, Antonio María Manrique, etc., en el XIX. Ruméu de Armas, además de citas constantes, le dedica íntegro el título VII (capítulos XVIII y XIX, pp. 343/444) del tomo II, 1ª parte [1948] de su monumental "Piraterías". Pero fue el eminente canariólogo austriaco doctor Dominik Josef Wölfel quien, tras toparse con el manuscrito en Coimbra en 1939, lo publicó por primera vez en 1940, aunque con mutilaciones y errores, en traducción alemana junto al texto italiano original, bajo el título nada apropiado y nada atractivo "Die Kanarischen Inseln und Ihre Urbewohner" ("Las Islas Canarias y sus indígenas"), lo que, unido al hecho de haber salido la edición en plena guerra europea, obstruyó su difusión y conocimiento. Hasta que, en 1959, la vertió al español el profesor Alejandro Cioranescu, con introducción y notas suyas, bajo el rubro original "Descripción e historia del reino de las islas Canarias, antes afortunadas, con el parecer de sus fortificaciones", dentro de la colección "Clásicos canarios" de Ediciones Goya de Santa Cruz de Tenerife. Una segunda edición, por la misma editorial, es de 1978. Y una tercera, esta por el Cabildo tinerfeño, en 1999.

Es probable que, ya en su primera visita a las islas, Torriani subiera desde Santa Cruz a San Cristóbal de La Laguna mientras aguardaba la llegada de un navío que desde el puerto de Añaza lo condujera a La Palma. En todo caso, tanto si llegó a hacerlo como si no, lo importante es que, en su segunda estancia en el archipiélago, tuvo tiempo sobrado para conocerla a placer, para recorrerla y disfrutar paseando por sus calles rectas, húmedas, en las que crecía la hierba; para contemplar desde las montañas que la aprisionan su traza bien definida, para discurrir sin prisas por entre las manzanas de casas terreras o solazarse en el "gran espacio de huerta, llena con naranjos y otros árboles hermosísimos" de sus afueras; también, para cazar con arcabuz a la vera de la laguna poblada de infinidad de "pájaros y animales que viven en ella...".

Pero tuvo asimismo tiempo, y esto es lo en verdad destacable, para dejar constancia gráfica de cómo era la jovencísima ciudad de menos de un siglo de existencia, en esos momentos encumbrada como "la mayor y la más habitada de estas islas", situada en un "agradable y hermosísimo anfiteatro", "abierta por todas partes", que, como ciudad de paz que tenía que ser, "no se ha pensado nunca en fortificarla"; lo asegura él, que había venido precisamente hasta esta lejanía atlántica para darle concreción a muy necesarios menesteres defensivos.

Durante el tiempo que permaneció en Tenerife, Torriani situó en San Cristóbal de La Laguna, digámoslo así, su cuartel general. Iba y venía a ella en su cabalgar por la isla. Se recluía en la tranquilidad de sus habitaciones para ir ordenando de manera minuciosa sus apuntes, ideas, notas, sugerencias. Se sabe que en 1588 tuvo que esperar casi todo el mes de febrero a que el gobernador Juan Núñez de la Fuentes se dignara acompañarlo en la visita de inspección al norte tinerfeño, conforme había acordado el Cabildo en sesión del 29 de enero anterior. Tiempo sobrado para mucha labor, más en persona tan dinámica y metódica como era él. ¿Fue acaso en esos veinte días cuando el cremonés se dedicó a trazar con paciencia, curiosidad, precisión y hasta mimo el plano de San Cristóbal de La Laguna?

Precioso documento gráfico

Tuvo suerte nuestra ciudad con notario tan minucioso, tan riguroso, tan observador. Su conocido plano de 1588 no solo es gráficamente una bella y equilibrada pieza en la que deja claro vestigio de su pericia como topógrafo y miniaturista, sino también un testimonio fehaciente, por ser casi de la etapa fundacional, de los orígenes de la primera población de Tenerife; la carta de naturaleza, el documento que certifica cómo San Cristóbal de La Laguna, a diferencia de muchas otras ciudades, incluidas las canarias, fue fruto feliz de un proyecto innovador, revolucionario en su época, perfectamente concebido y diseñado, que el primitivo Cabildo de la isla vigiló sin pausa en su definición y desarrollo desde la primera piedra; una concepción nueva del espacio urbano perfectamente estructurado, abierto, un ámbito que, más que incrustado en un extenso paisaje, el del valle de Aguere, forma parte natural y armónica de él; una fértil experiencia trasplantada pronto a América, donde enraizó y brotaron abundantes renuevos. La estructura urbana que a la vez que se transformaba con el paso de los años se mantenía en su esencia inalterable y continuaba conservando y reinventando hasta hoy su personalidad. Este plano, lo dijo Adrián Alemán, es el carnet de identidad de nuestra ciudad. Y con los demás que forman el corpus de la "Descripción..." torrianiana, "el documento gráfico más importante de su tiempo y uno de los más significativos de toda la historia del archipiélago", como ha señalado la profesora Navarro Segura. También, una columna toral, acaso la más robusta, de las que fueron precisas para que la UNESCO reconociera a San Cristóbal de La Laguna como Bien Cultural Patrimonio de la Humanidad.

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Calles hay que en el correr de los siglos han logrado conservar su primitiva denominación. Otras, por el contrario, se han visto modificadas con el paso del tiempo. Por haber, hay en el municipio hasta duplicidades, para quebradero de cabeza de carteros y toda suerte de repartidores. Nunca faltaron motivos, justificados unos, otros no -la mayoría de carácter político-, para dedicar calles y plazas a personajes de diferente condición y rango. Como también ha habido en todo momento oportunidad o necesidad de hacer criba o mudanza. Más de una vía de nuestra ciudad ha mantenido, a veces tiempo sobrado, nombres que convenía, o convendría, dejaran paso a otros merecedores de digno recuerdo. Siempre fue así. Que nadie se escandalice. En los rótulos de numerosas calles laguneras figura, junto al nombre actual, el antiguo. Otros han quedado felizmente olvidados. Y alguno se ha modificado hasta convertirse casi en un sarcasmo. ¡Quién lo diría!

En 1984, ante la avalancha de solicitudes para cambio y nuevas rotulaciones de vías en el municipio, sobre todo por parte de asociaciones de vecinos, la comisión informativa de Educación, Cultura, Juventud, Deportes y Fiestas del Ayuntamiento de Pedro González, que presidía el primer teniente de alcalde Leandro Trujillo Casañas, propuso, en reunión de 22 de octubre de dicho año, que "las calles de mayor extensión y más céntricas se reservaran a figuras relevantes". Desde entonces, el reglamento de honores y distinciones se ha ido modificando y actualizando. Pero el espíritu de aquel acuerdo de hace treinta años entendemos que sigue y debe seguir vigente. Sopesar con ecuanimidad, rigor e información los méritos y las razones objetivas que justifiquen toda decisión de poner o quitar nombres a lugares públicos del municipio es fundamental para que lo que lo que fue coyuntura política no se eternice o lo que pretenda ser homenaje no se convierta finalmente en lo contrario. Que es lo que, entre otros, ha ocurrido con Leonardo Torriani.

*Cronista oficial de La Laguna