El Gobierno prepara una nueva Ley de Suelo. Quiere resolver el atasco de la administración canaria, que tarda años en aprobar los planeamientos y acaba con la paciencia de inversores y ciudadanos. Un agricultor tinerfeño que quiera vallar su finca o levantar una pared sabe de sobra de lo que estamos hablando. Y una industria que quiere ampliar sus instalaciones, aunque sea en un polígono, también. El atasco del planeamiento jode a todo el mundo por igual, salvo que seas una de las pocas grandes empresas ante las que se genuflexa el poder.

El espíritu de futura ley trata de acercar las decisiones a los ciudadanos. Los Cabildos y Ayuntamientos canarios ya hacen sus planes insulares y municipales, pero aguardan años a que los funcionarios de un órgano central, la COTMAC, los supervise, los cambie y los apruebe. Con la nueva norma, la aprobación definitiva estará en manos de las corporaciones insulares y municipales. Eso ha disparado todas las alertas. Para algunos, es un peligro porque desconfían de las administraciones locales y dicen que debe existir una visión central del urbanismo de Canarias.

La cuestión es que no existe tal "urbanismo canario". El desarrollo de La Palma o La Gomera no puede ser el mismo que el de Lanzarote, porque son realidades distintas. Y si el planeamiento es una herramienta fundamental para orientar las actividades económicas, parece sensato que sea cada isla la que, en función de sus objetivos, dibuje el mapa de sus estrategias dentro de un marco general en donde se garantice -por la propia ley- la protección del territorio y el medio ambiente. Será en las garantías donde está el peligro, no en la descentralización.

Canarias es la comunidad española con más suelo protegido. Cuando hablamos del uso del territorio, todos los ojos se dirigen hacia el turismo. Pero la realidad es que el turismo, que produce 14.000 millones de ingresos cada año, ocupa el 4% de nuestro suelo. Si el miedo es el control sobre el territorio, el peligro no es el "guiri", sino el paisano. Es en las medianías donde ha crecido sin control una trama residencial caótica e imparable que ha destrozado el territorio llenándolo de vías caóticas y encareciendo las redes de servicio. Del turismo comemos todos, lo otro nos cuesta la yema de uno y la clara del vecino.

Las normas creadas para frenar ese desastre son a su vez un desastre ininteligible. La protección del medio ambiente se ha llenado de perplejidades extremas, entre escarabajos y perenquenes supuestamente endémicos. Las leyes de moratoria turística han frenado las inversiones de los pequeños empresarios, pero no las camas de los grandes promotores, que, bajo el paraguas de los proyectos estratégicos, han tenido la bendición de las instituciones de gobierno. Hasta ahora, y esta es una verdad del barquero, los poderosos han hecho lo que les ha dado la gana con todas las de la ley. Las de las leyes actuales. Que haya una ley igual para todos es lo que podría ser una auténtica novedad. Ya lo veremos.