En Estados Unidos lo de Hacienda es un tema muy serio. Tanto que en las viejas películas de Hollywood, cuando detienen a alguien en la calle, lo primero que alega en su defensa es que es un ciudadano que paga sus impuestos. En España el fisco lleva ya bastantes años escarmentando ejemplarmente a personajes públicos -desde Lola Flores a Aznar- como escaparate para el resto de los contribuyentes.

En nuestro país siempre ha existido la cultura de defraudar. Los ricos, que tienen más posibles, lo hacen contratando a extécnicos de Hacienda, que después de hacer las leyes se dedican a asesorar en la mejor manera de burlarlas. Hasta los artistas "progres" terminan poniendo el dinero en exóticos paraísos de palmeras y arena blanca donde no pagan impuestos. El pueblo llano, que no dispone de esos recursos ni maneja esos volúmenes, es más de fraude de chapa y pintura, de alicatado que te cojo, alicatado que te mato, mayormente sin IGIC.

La sociedad del bienestar se sostiene en los impuestos. El Estado fiscal es la base del Estado social. Si no hay dinero público no se pueden mantener los servicios universales que nos hacen formar parte gloriosa de los países más desarrollados. El Estado del Bienestar es el que administra la sociedad del bienestar a partir de los tres millones de empleados públicos cuya nómina depende de que la gente pague. Así se lo toman tan en serio.

Sin impuestos no se habría podido levantar el aeropuerto de Castellón, que costó unos 130 millones de euros, más cinco millones mensuales para operar, en su puesta en marcha, tres vuelos a la semana. Y tampoco se habrían podido organizar los congresos de extraordinario interés organizados por Noos. Ni se habrían rescatado aquellas entrañables entidades donde nuestras abuelas empeñaban los abalorios, aquellas Cajas y montículos de piedad donde políticos, patronales y sindicatos cobraron un higadillo por quebrarlas en el derrumbe del ladrillo. Todo eso con nuestros impuestos.

Lo peor de la gran crisis se superó por España con el viento del dinero de la clase trabajadora soplando en las velas de la Hacienda pública. Mientras el impuesto de sociedades descendía a los infiernos, las cargas fiscales sobre los salarios y los productos de consumo se ponían por las nubes. Quienes pagaron el pato fueron los fontaneros, no los banqueros. Ni los privados ni los públicos. Y mientras en la árida estepa del mercado laboral seguimos teniendo cuatro millones y medio de parados, todos sin oficio y más de la mitad sin ningún tipo de beneficio, el empleo público ha regresado rápidamente a sus cifras anteriores a la crisis demostrando que el Estado recupera enseguida la grasa que pierde cuando pasa hambre.

Además de pasear las cabezas de los defraudadores en una pica mediática, España necesita otras conductas ejemplares. Pulirnos doscientos millones de euros en unas nuevas elecciones, unos meses después del "gatillazo" del 20D, es un irremediable escándalo. Que se une a los cinco mil millones -medio punto de PIB- que el desgobierno le costará este año al país. El fraude de un sistema político fallido.