"Kintsugi" es un término o un concepto japonés que significa "carpintería de oro". He leído en Internet que se trata de un arte que consiste en reparar las grietas de objetos de cerámica que, por el paso del tiempo o porque se han golpeado, han acabado rompiéndose. La técnica consiste en rellenar las fisuras con barniz de resina mezclado con polvo de oro, plata o platino. En las fotos que encontré se ven las cerámicas reparadas luciendo grietas brillantes que las recorren y destacan sobre el fondo originario. Por lo visto, esta práctica se remonta a finales del siglo XV y la cultura japonesa aún la mantiene viva.

Me interesé por esto después de leer en La Vanguardia una entrevista a Walter Riso, un escritor y psicólogo italiano. En su conversación con el periodista se refiere al King Tzu Kuroi, del que yo no había oído hablar. Ahí explica que se trata de una "corriente estética japonesa" vinculada a la reparación de cerámicas rotas. Si se rompe un jarrón -dice-, quienes siguen esta tendencia "nunca lo tirarían por estar imperfecto", sino que lo arreglarían. Y lo hacen poniendo "polvo de oro en cada una de las rajaduras", es decir, "lo embellecen". El escritor explica que "lo hacen con el objetivo de que esa rotura, esa imperfección, se integre en la historia del objeto". De manera que esto "hace que el objeto tenga un mayor valor porque ha sido capaz de recuperarse". En una de las webs que visité se decía que esta forma de recuperar los objetos "fue tan apreciada que algunos llegaron al punto de ser acusados de romper cerámica para luego poderla reparar con dicho método". La cosa es que la reparación "transforma estéticamente la pieza y le da así un nuevo valor". Se da el caso -según el texto- de que "antiguas piezas reparadas mediante esta técnica sean más valoradas que piezas que nunca se rompieron".

Riso lo compara con nuestra cultura y afirma: "Nosotros no aplicamos esta estética". No, más bien todo lo contrario. En nuestro caso se aprecia lo excelente, lo ganador. "Un tipo de culto a la invulnerabilidad", dice el escritor. Es verdad, pareciera que cualquier cosa que esté por debajo de ese "top 10" nos restara valor. Estamos llamados a ser de lo mejorcito siempre, todo el tiempo y llevamos mal la imperfección. "¿Sabes por qué?", le devuelve la pregunta al periodista. "Porque estigmatizamos el error". Y más adelante afirma: "Las escuelas deberían enseñar a perder".

Juan Verde, el canario que fuera asesor de Barack Obama y que ahora lo es de Hillary Clinton, nos contó en un libro autobiográfico algunos de sus fracasos. En una entrevista en Radio El Día explicaba que en Estados Unidos lo normal es que cualquier persona que se haya consolidado ha fracasado también cuatro, cinco o seis veces. "Y no pasa nada -dice-, se vuelve a levantar. Si alguien se arruina -por ley y después de siete años-, instituciones públicas, financieras, privadas..., todo el mundo tiene que hacer borrón y cuenta nueva con esta persona, lo cual da la oportunidad para volver a empezar". "En España -añade-, si te arruinas acarreas esa deuda el resto de tu vida y no solamente eso, sino que también acarreas la imagen o el sello de haber sido alguien que fracasa".

Convivimos con el discurso que anima a la excelencia sin límite, el de la competencia por el número uno, el de las personas destacadas, el de las ganadoras sí o sí. Personalmente me resulta más revitalizador el discurso de las que también alguna vez -o varias- perdieron, las "agrietadas", las que se restauraron o se repusieron, las que hacen de la normalidad algo ya suficientemente bueno.

@rociocelisr

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