Son incontables las imágenes que Pedro González nos ha dejado a quienes lo conocimos, lo tratamos y lo admiramos a lo largo del último medio siglo. Murió en La Laguna el último domingo, horas después de que le dedicaran una plaza en Madrid a su hijo Pedro, Pedro Zerolo, el gran activista social y político al que se deben libertades civiles ahora imborrables y ligadas a su memoria.

Ambas vidas quedan ligadas, pues, por esas dos fechas simbólicas, pero por mucho más. Pedro el padre fue también un activista civil, no sólo político; impulsó instituciones culturales y universitarias, dio entrada en sus páginas literarias (la Gaceta semanal de las artes de La Tarde) a todo el que tuviera algo que decir o inventar, creó con sus amigos de Nuestro Arte una editorial que editó, premió y agasajó a poetas y artistas de todas las tendencias y de todos los géneros... Fue, además, un gozne decisivo con la generación anterior (la de Gaceta de Arte, en la que estaban Domingo Pérez Minik, Eduardo Westerdahl, Pedro García Cabrera...), y procuró serlo también, para nuestro beneficio, con la generación que siguió.

Todo eso lo hizo con una energía que le sirvió, además, para ser uno de los pintores más prolíficos, profundos y leales a un estilo, el suyo, que hayan existido en el arte español del siglo XX. Y no se quedó ahí: era también un cuentista estupendo, lleno de la ironía que, por otra parte, estaba unida a su carácter de líder a veces sarcástico y burlón, pero también poseído de un enorme sentido del humor y de la ternura, que acentuó en sus últimos tiempos, cuando la salud ya no le ayudaba pero cuando siguió disfrutando de una familia ejemplar y de unas amistades que le fueron leales y gratas.

Hubo, claro, pesares en esa vida, como la temprana muerte de su mujer, con la que inauguró la bellísima casa lagunera que fue, además, su estudio hasta el final de sus días. Recuerdo con mucha nitidez, y esta es una de las imágenes de Pedro a las que aludía al principio, la inauguración de esa casa, hace quizá más de cuarenta años. En la zona que al principio dedicó a estudio (luego tuvo otro estudio, más aireado, más luminoso, al final de su vida) concentró a todo el mundo de la cultura; había pintores, escritores, periodistas, él iba de un lado a otro, con aquella ropa caribeña con la que se paseaba veloz por las tertulias de Santa Cruz, departiendo con unos y con otros, repartiendo con esa ironía su enorme inteligencia, su poder de seducción y su alegría.

Esa manera de ser, la alegría, no fue incompatible nunca en Pedro con el marchamo de exigencia que le dio sustancia a su liderazgo, cultural, social y político. Donde estaba era él quien mandaba, y sus amigos, que eran en cierto modo también sus seguidores (Julio Tovar, Enrique Lite...), lo entendían así, sin sentirse doblegados o minusvalorados: sentían que Pedro era el líder de aquel movimiento que se llamó Nuestro Arte, como Westerdahl y Pérez Minik lideraron el de Gaceta de Arte, y esa fue una de las razones por las que el proyecto fue de tan larga duración en un pueblo como el nuestro, tan dado a dejar a un lado lo que inicia.

Y esas actitudes las llevó luego a la Alcaldía de La Laguna, donde ya hemos tenido en democracia a dos artistas o intelectuales, Pedro y Elfidio Alonso. De esa época tengo yo otra imagen de Pedro. Fue junto al Instituto Cabrera Pinto, donde por cierto tuvo efecto su última gran exposición antológica, que se consideraba previa al museo que después nunca tuvo lugar.

Allí estaba Pedro, un mediodía, agachado en el suelo, en la posición del fontanero. Por azar pasé por el lugar, lo vi rodeado de otros operarios y cuando me vio se volvió a agachar diciendo, con esa ironía que tanto vamos a echar de menos los que aprendimos a reír con él:

-Aquí estamos, arreglando La Laguna.

Fue un hombre estupendo, un líder, una persona generosa y cabal. Uno de los canarios que más he admirado, una de las personas a las que más he querido en este mundo.