Coincide el calendario de los fastos del Día de Canarias con la cercanía litúrgica del Corpus, y su relevancia en La Orotava, La Laguna y Tacoronte, por citar sólo tres municipios en donde la tradición va unida a la confección de alfombras de arte efímero, extendidas a la espera del paso procesional de la Sagrada Custodia. Así, pues, cada año, de un modo u otro salen a relucir los nombres y los rostros de mis ascendientes.

Este año, en esta Casa y en un interesante artículo de Carlos Tabares de Nava Ponte, he podido ver de nuevo la cara de mis tatarabuelos paternos: Antonio y Leonor, ambos primos hermanos y a su vez sobrinos carnales del célebre mariscal Agustín de Betancourt y Molina. Al poseer mis ascendientes el mencionado primer apellido en segundo lugar, indica su procedencia de dos hermanas del ilustre ingeniero. La madre de Leonor, María del Pilar, casada con el tercer conde la Vega Grande de Guadalupe, Fernando del Castillo-Ruiz de Vergara y Bethencourt, y la madre de Antonio, Catalina Paula, que a su vez era tía tercera de su marido, Antonio Domingo de Monteverde Rivas Ponte y Molina, jefe de la rama segunda de la Casa de Monteverde en las Islas Canarias.

Como podrá observar el lector, todo un auténtico rompecabezas familiar, cuyo único objeto no era otro que el de multiplicar los patrimonios familiares para evitar su dispersión; al menos mientras prevaleció la hegemonía de los mayorazgos (1820), donde el primogénito heredaba títulos y haciendas, mientras que a los restantes sólo les deparaba la carrera de las armas, la eclesiástica o la soltería a la sombra del hermano pudiente. En el caso de ser del sexo femenino, si no casaban con un buen partido, les esperaba el celibato forzoso o la toma de hábitos en un convento de clausura. Cualquiera de estas opciones menos casarse con un inferior social, lo que equivaldría al inmediato repudio familiar.

Esta era la pauta social de la considerada clase aristócrata canaria, la cual, salvo excepciones, venía a ser una rama agrícola en donde el blasón más significativo era la dimensión de su hacienda y su rendimiento agrícola y ganadero, siempre en manos de administradores de confianza y el número de aparceros a su servicio. Dependiendo de su holgura económica, enviaban a sus primogénitos a la Península o algún país europeo de ascendencia familiar, de donde volvían culturizados, oarruinados por sus dispendios, para ejercer cargos de responsabilidad social o familiar e incrementar el patrimonio.

Y es la conservación de ese patrimonio el que se ha transformado en la figura del cacique, amo de vidas y haciendas de sus hortelanos, que se tenían que contentar con las migajas, un chamizo en donde cobijarse y el préstamo de un pequeño huerto para alimentar a los suyos. Un modo de vida inalterado hasta que comenzó el auge de los monocultivos y sus exportaciones, siendo los terratenientes los primeros en nominarse exportadores, hasta que se dieron cuenta de que resultaba más rentable ser mediadores que cultivadores. De ahí nació la actual figura del intermediario, satirizada por poetas populares y grupos folclóricos locales.

Sea como fuere, Canarias vive todavía un presente en el que no ha podido desterrar todas las secuelas de una clase social venida a menos, porque han diluido su patrimonio. Ahora la que prima es la afortunada de la migración, que ha dado notables ejemplos de revanchismo negociador sobre los que antes fueron sus indiscutibles amos. Y todo bajo el común denominador del dinero, capaz de mover o comprar voluntades ajenas.

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