Hace algunos años Sergio Ramírez me acompañó a Tenerife y recorrió conmigo los lugares de mi niñez. Estuvo en mi casa, en el Puerto de la Cruz, con mis hermanas, a las que recuerda como si fueran suyas, y estuvo en el Teide. Ahí, en el Teide, pero también en el Puerto, sintió que estaba en geografías familiares, porque en su pueblo, Nicaragua, hay también un volcán vivo, el Masaya, y porque las casas, sobre todo su casa natal, donde nació y vivió con sus padres y sus numerosos hermanos, se parecen a aquella en la que yo mismo había nacido. Casas de una planta, humildes pero espaciosas, amparadas por huertos o enormes salones, que en nuestro caso llamábamos (y aún llamamos) salón cuando en realidad era un galpón que sirvió a lo largo de la vida de garaje, depósito o almacén, carpintería, etcétera.

Ahora he estado en la Nicaragua de Sergio y he comprendido esa fascinación especular de la que disfrutó en el Puerto, en La Orotava, en todos aquellos lugares por los pasamos o donde estuvimos. A lo largo de este tiempo, desde que estuvo, me habló del Teide, de mi casa, y siempre puso de manifiesto un afecto por estos lugares como si fueran también los de su nacimiento y los de su vida. Claro, es que a mi me ha pasado lo mismo en su casa y en su tierra, y junto a su volcán vivo en Masaya, que opone al Teide nuestro su vitalidad, su lava que suena como olas del mar Pacífico, que es, al contrario, un mar guerrero. Ahí, debajo de ese volcán en perpetua erupción tranquila, fuego en el semblante y fuego en el corazón, tuvo lugar en los años 70 del siglo pasado el primer brote de la revolución sandinista que expulsó al dictador Somoza y en la que Sergio Ramírez fue un puntal imprescindible. En ese primer gobierno revolucionario fue vicepresidente; luego, como cuenta en "Adiós, muchachos", vio cómo se burocratizaba y se ajaba la cara de aquella ilusión, y se fue del lado de Daniel Ortega decepcionado pero no rencoroso, acaso por aquello que escribió Albert Camus: "el sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento".

Lo cierto es que Sergio abandonó la política, sus viajes múltiples, su dedicación exclusiva a los demás y su dedicación más intensa a sus hijos, que se lo habían reclamado. Y en esas lo conocí, muy pronto en mi trabajo editorial. Había escrito una novela, que ganó el premio Alfaguara; era "Margarita está linda la mar", bella creación de un mundo que él conoce como la palma de la mano, esa Nicaragua que sueña por dentro y es literatura, desde Rubén a Claribel Alegría, a Gioconda Belli, a Ernesto Cardenal y a él mismo. Después de ese éxito quiso escribir otra novela, pero su editor, que en este caso era yo, le dijo que mejor escribía un ensayo, unas memorias, que dejara respirar la novela. Cosas de los editores, que se me meten donde no los llaman. Pues ese texto que escribió es, precisamente, "Adiós, muchachos", un relato rabiosamente humano, teñido de su melancolía pero en ningún momento puntilloso, sino grandioso, porque trata de lo que pasó con la Revolución sandinista con la elegancia del que ya no quiere estar pero no se arrepiente de haberla querido.

Ese es un libro muy emocionante; se publicó en 1999 y ahora, leyéndolo al amparo de ese volcán y de la historia que ha venido después, he comprendido mejor la melancolía de Sergio Ramírez, esa mirada introspectiva que acompaña a sus ojos caídos y como tristes que ha producido una literatura formidable. Esa literatura, cuyo ritmo es el de un poeta de sinfonías, ha dado ya varias joyas que merecen los lectores que tienen, y que merecerían más. Entre ellas, un cuento del libro "Flores oscuras". Se titula "No vayan a haberme dejado solo", como un verso de César Vallejo. Es un recorrido por su casa natal de Masatepe. Solariega, humilde, pero grande, conserva el espacio de la tienda de su padre, las paredes que describe en ese cuento, las habitaciones, el espíritu, que está en el patio y en todas partes, y sobre todo en una fotografía en la que está toda su familia cuando él era chiquito.

Ahí entendí yo por qué él en mi casa se sintió en Nicaragua y porque yo en la suya me sentí en la mía. Lean el cuento. A mi me resultó fascinante, como la mirada de Sergio Ramírez bajo el volcán.