Nos limitamos a hablar uniendo las sílabas que forman las palabras, tal y como nos enseñaron en el seno familiar y el colegio. Pasado el tiempo aprendemos a modular las expresiones, de tal forma que las mismas palabras puedan entenderse como exclamativas, admirativas o interrogativas. Igualmente las adornamos con el tono, que permite constatar a nuestro interlocutor nuestro estado de ánimo: amigable, consternado, irascible, apenado... Todo ello se logra gracias a que los pulmones permiten la salida del aire que almacenan sus alveolos, permitiendo así la vibración de las cuerdas vocales y la posibilidad de que los demás nos entiendan y puedan saber lo que en ese momento tenemos en nuestra mente.

Tras esta pequeña digresión en el campo de la foniatría, creo necesario establecer mi desconocimiento más profundo de lo relacionado con esa materia. Me he limitado a escribir algo que todos sabemos y que, por eso mismo, apartamos de nuestras preocupaciones diarias: como lo es que tenemos uñas y pelo, que nuestros ojos son castaños o azules, que somos introvertidos o extrovertidos.

Pero la voz varía también con las profesiones. No tienen los mismos matices, igual expresividad, la de un buhonero que la de un profesor de instituto. Sin desmerecer a uno de otro, normalmente quienes los escuchan suelen tener distinta cultura, y a ella debe adaptarse quien les habla. Hacerlo en un tono constante, monótono, sin apenas altibajos, reiterativo en sus argumentos, no tarda en hacer mella en sus oyentes, que pronto, aunque parecen prestarles atención, comienzan a pensar en sus asuntos particulares sin importarles lo que oyen.

Lo que acabo de expresar lo podemos comprobar sin ninguna duda si asistimos a conferencias. Por muy doctos que sean los conferenciantes, por muy amenos que sean los asuntos que tratan, el público no tarda en percatarse de su verdadera valía gracias a su voz, que debe estar siempre matizada y atemperada a las circunstancias que pretende expresar.

Si tenemos en cuenta todo lo anterior -se trata de una opinión, sin mayor importancia-, ¿qué nos espera a los españoles ante las elecciones del 26 de junio? Guardo un recuerdo no muy bueno de las anteriores, con discursos muy poco estimables de la mayoría de los candidatos, salvando como siempre se dice las excepciones que confirman la regla. Abundó la ramplonería, el insulto -a menudo basado en la deleznable envidia que causa el contrincante-, el escaso vocabulario empleado, el poco convencimiento exteriorizado en sus ideas... Resulta evidente que nos faltan líderes. Echa uno de menos el "puedo prometer y prometo" de Adolfo Suárez, pero no dicho como quien dice "póngame un cortado", sino con fuerza, con decisión, pensando en la tarea que le espera pero consciente de que pondrá todo su empeño en llevarla a cabo.

Una campaña electoral en la que los candidatos se dedican a insultar, a sacar los trapos sucios de los demás, a prometer lo que conscientemente saben que no van a poder cumplir, etc., no posee a mi modo de ver los alicientes necesarios para prestarle atención. Acaba uno yendo a votar para cumplir su deber como ciudadano, aunque sin dejar de entender la alta abstención. No suelo acudir a los mítines, pues todos están diseñados con las mismas pautas, así que en este mes de junio me voy a fijar mucho en el tono de voz de los candidatos. Espero que ello, teniendo en cuenta lo que he dicho al principio, me permitirá distinguir entre el válido y el cantamañanas, entre el que piensa lo que dice y el que dice lo que piensa, entre lo deseable y lo indeseable.