Cuando vuelvo a la isla, que por fortuna cada vez es un hecho más frecuente (mañana mismo estaré ahí, en el Círculo de Bellas Artes, rindiendo homenaje, con Juan Manuel García Ramos, a Juan Pedro Castañeda, amigo escritor recientemente fallecido), lo primero que siento es envidia del aire. Hace años una gran amiga hindú, de Bombay, me contó que lo que sucedía al bajar del avión, en su pueblo, era precisamente eso, sentir envidia del aire. Que ese aire que la envolvía en la infancia y en la adolescencia fuera respirado día a día por los suyos y que ella lo respirara sólo de vez en cuando, cuando regresaba a su casa..., eso le producía envidia de los otros. Sana envidia de los otros.

Y esta mañana he visto una fotografía de Pedro Almodóvar llegando a Los Rodeos para pasar unos días en la isla; llegar por La Laguna no es lo mismo que llegar por el sur. Como si uno se bajara en continentes separados por distintas calidades del aire. El aire en La Laguna es húmedo, y en ese sentido cálido, como el aire de una casa guardada para cuando tú vas. Mientras que el aire del sur, del Médano, de Granadilla de Abona, es seco, ventoso, como una casa derribada o vacía, con las puertas abiertas para que entren el sol y los lagartos. Por esos dos sitios me gusta llegar a la isla, y es como si fuera a dos islas. Almodóvar ha entrado por La Laguna, esa es la fotografía que vi: él llegando, con su maleta nada voluminosa, con esas ropas holgadas que él se pone, para pasar unos días en la isla.

Almodóvar acaba de estrenar, en España y en Cannes, una película formidable, tan emocionante (para mi) como "Cinema Paradiso", una obra de arte sobre la soledad, y no sólo sobre la soledad que comprende la historia misma de la película, sino de la soledad de cada uno de nosotros. Por decirlo más directamente, sobre mi propia soledad. Los que no la hayan visto no querrían que yo les contara la película, pero sí me atrevo a explicar mis sensaciones. Es, como digo, una obra de arte sobre la soledad, y ésta, este sobresalto solitario que nos acosa, está en la piel (en la piel que habitamos), en el aire que respiramos, en los sueños cuando se hacen pesadillas, y en la realidad. A lo largo del día veo gente, en el metro, en las calles, en los bares de mediodía, en los bares de la noche, en los cafés tristes o en los cafés alegres, a personas que tienen ese rostro desolado de Adriana Ugarte o de Emma Suárez, golpeados por la violenta soledad a la que nos convoca la vida. Yo he visto esos rostros y muchas veces yo mismo soy quien lleva en el semblante o en el corazón ese rostro.

En ese sentido, "Julieta", esta última película de Almodóvar, no es exactamente sobre la soledad de Julieta, es sobre la soledad de todos nosotros. Que la haya hecho un director como Almodóvar, que ha transitado por la comedia, que ha sabido tocar la tecla de la risa, que ha hecho suya, en algunas de sus más hermosas películas, aquella definición de la mujer que tiene Hemingway en uno de sus libros ("Conoció la angustia y el dolor pero nunca estuvo triste una mañana"), es una nueva lección de introspección en el alma de los seres humanos: la ternura arrebatada, las heridas a flor de piel de hombres o mujeres a los que la violencia de vivir, el azar de las puertas que se cierran, como elementos de los que parten el pesar y la rabia.

Ese Almodóvar sensible y sensorial, este ser humano al que muchas veces atraviesa (en la mirada, en la esencia de su ser) también la soledad que cuenta, ha hecho algunas obras maestras para el cine y por tanto para el entendimiento de la vida. A ese artista que ahora descansa en la isla le deseo el mejor aire, el del sur cálido, como de puertas abiertas, y el del norte, ensimismado como él, pero también soleado cuando las nubes obedecen al viento y se van.