Muy pocas veces me despierto sobresaltado por una idea que he retenido lo suficiente en el minúsculo consciente de mi sueño tendido y ahora está a punto de despedirse para siempre, de ser absorbida por el agujero negro de la pérdida irreparable. Para evitar este ocaso veloz, disparo mi cuerpo y lo pongo al máximo de revoluciones, y lo hago con razones bien justificadas, incluso sin cumplir los protocolos de la higiene más elemental. "Lo primero es lo primero", siempre me habían dicho mis padres.

Despego del aeropuerto sin niebla llamado cama, me voy a cien por hora a la mesa del estudio, siempre con aquella idea ahí, brincando en la cabeza y a punto de morir, y lo primero que veo es el lapicero. Giro la cabeza y también está la bandeja de papel. Todo lo hago en un pispás. En el lapicero hay rosas rojas, blancas, naranjas y azules; en la bandeja confetis de todos los colores. "Algo está pasando; no me lo puedo creer", digo para que se me oiga, aunque estoy más solo que la una. Tengo prisa para que no escape la idea que sigue su temeraria cuenta atrás.

Todos los lápices, bolígrafos y herramientas afines se agolpan en el mismo sitio, cosas de chico ordenado. Por eso ya solo me queda una única estrategia en casa. Voy a por el portátil, lo enciendo, abro su tapa pantalla y casi me da un síncope: las teclas han desaparecido y en el hueco que quedó libre de signos, símbolos y abecedario completo ahora se divisa una alfombra de pétalos extraídos de las flores más hermosas.

No sé qué hacer... El tiempo transcurre a velocidad tramposa y mi mente es incapaz de atender dos cosas a la vez: aguantar el máximo posible aquella magnífica idea, la esculpida durante la noche, y no tirar la toalla sino seguir intentando soluciones para convertir esa historia en algo tangible, ajeno al olvido o la pérdida eterna.

Salgo de casa con lo mínimo: camiseta roja con botones, pantalón corto de pijama a juego y cholas de andar por los pasillos y tropezar en los sillones. Cerca del piso hay una librería y multitud de lápices y equivalentes. Seguro que llego a tiempo y soy capaz de poner punto y final a esta pesadilla. Pero no es así. "¡Ya sabía yo!", hablo a la dependienta. En esa tienda ahora solo venden flores, plantas, árboles pequeños y abonos vistosos. Ayer seguía siendo librería pero hoy...

Abandono el local a toda prisa, corriendo, chirriando ruedas. Casi al lado, lo tengo muy presente, hay una floristería que seguro se habrá transformado en la librería que ya no existe. "Verás que sí", grito en la calle. Llego y toco en la puerta, cerrada a cal y canto. Abre una persona amable que me invita a acudir más tarde. Entonces me doy cuenta de que ahora es una tienda de chuches de todas las formas y colores y de que además abre a la diez. "No me sirve. ¡Al carajo", elevo la voz al llegar a la esquina. Noto que estoy muy subido de vueltas.

Derrotado y sin opción alguna de ganar la partida, desando el camino con lagrimones en los ojos. En la plaza casi muerdo a dos perros que juegan a enseñarse los colmillos sin hacerse daño. Bajo las escaleras y me adentro en el zaguán, donde patino porque un guarro pringa de apestoso jugo de basura todo lo que está a su paso. "Los hay que son muy cochinos", advierto sin que se me oiga para evitar daños colaterales.

En casa sigo llorando, apenado, triste, muerto de alguna manera. Nada más entrar me quito las prendas friquis y voy directo a la ducha. Ni se me ocurre pasar por la mesa. Inicio el aseo. Champú, agua en la cabeza, meneo de manos entre los pelos... Algo se cae al suelo. Plof, plof.

Miro abajo y compruebo que es el lápiz que tenía todo el rato en la oreja. Me entra una risa nerviosa y pienso en dormir para ver si aún soy capaz de adentrarme en la magia del sueño perdido. Bajo todas las persianas y me hundo en la cama. Sigo llorando pero con más fuerza.

@gromandelgadog