Cierto autor ruso escribió que aunque el carácter puede cambiar, la mediocridad no tiene remedio

Haruki Murakami

¿Por qué las grandes personas son tan modestas mientras que a los mediocres parece sobrarles el ego?

Todos tenemos el deseo de ser importantes. Cuando vemos una fotografía de grupo en la que estamos, a la primera persona que buscamos es a nosotros. Luego, miramos al resto de quienes están en la misma. Justificaciones como "es que salgo siempre muy mal" o "quería ver si me reconocía" no hacen más que corroborar lo dicho. Nos agrada sentirnos especiales. Es un deseo que puede parecer tan vital como comer o beber. Cuando nos sentimos ignorados, no nos gusta.

Este tipo de ciclo de pensamiento puede ser enormemente pernicioso para nosotros mismos y, eventualmente, para quien nos rodea. Es la historia que se oculta muchas veces tras un tiroteo en un colegio, universidad o empresa, por parte de alguien que lo justifica como un desagravio.

Pero, y sin llegar a extremos violentos, la mediocridad es, quizás, una de las expresiones más desagradables del ego. Y es especialmente compleja cuando se manifiesta en la gestión de situaciones, o equipos de trabajo.

La persona mediocre (quizás debería decir "la que se siente así") no es capaz de gestionar circunstancias que exijan ponerse como parte de un engranaje. No acepta que otros que puedan conocer más del área de que se trate tomen el mando, aunque solo sea de forma coyuntural.

El pensamiento mediocre es un fenómeno de todo o nada. Se vive especialmente cuando alguien es ascendido por méritos dudosos a una posición de poder. Es en estos casos donde la mediocridad puede resultar más peligrosa, ya que suele derivar en actuaciones megalomaníacas que conducen a decisiones equivocadas e, incluso, desgraciadas.

Cuando las personas están enfocadas en sí mismas, difícilmente van a hacer lo que pueda ser lo mejor para los demás. Harán aquello que creen que va a resultar mejor para su reputación. La mediocridad es un estado mental que se autoalimenta y que estrecha sobremanera las posibilidades de crecimiento personal.

De esta forma, la tendencia de quien la padece es a integrarse en grupos o estructuras que la favorecen. Grupos en los cuales se sigue a un líder, por lo general autoritario.

Cuando este tipo de personas deben liderar, no saben hacerlo. Se convierten en gestores dogmáticos que no pueden permitir que nadie de su equipo sobresalga. Se escudan en el ideal de la manada. Lo achacan a la necesidad de que todos seamos iguales aludiendo a conceptos trasnochados que castigan la brillantez.

Superar la mediocridad no resulta una tarea sencilla. Especialmente porque quien la sufre no suele ser consciente ni de ella ni del daño que provoca. Tanto a él mismo como a quien puede rodearle.

Nos queda un trabajo arduo que implica hacer entender -desde la familia, escuela y sociedad- que los equipos, grupos o comunidades tienen éxito cuando reconocen la diversidad o la excelencia. Es un camino de respeto, empatía y mucho conocimiento, en el que hay que dejar atrás el ego para pensar en algo más grande.

Lo bueno de este sendero, que lleva el nombre de humildad, es que resulta enormemente gratificante cuando uno se acostumbra a transitarlo. Comenzamos a entender que la grandeza no está en las palabras, sino en las acciones. Y que quien actúa en bien de los demás, sin importarle en demasía el reconocimiento, resulta ser un líder. O quizás debería decir, un maestro.