Fui por primera vez a Inglaterra en 1972 y luego regresé en 1974. En ambos casos me pasé los días buscando asociaciones canarias con las islas británicas, llené un cuaderno con frases o versos sobre el concepto de isla, escritos por autores británicos, y encontré muchas referencias del viaje de ida y vuelta de José Murphy, huyendo de Cromwell en Gran Bretaña y huyendo de Fernando VI en Tenerife. Busqué también a emigrantes canarios, relacionados muchos de ellos con la emigración agrícola, aquellos arriesgados, y a veces venturosos, exportadores de plátanos que tenían en Londres su muelle más próspero en el extranjero. Mi relación con Tenerife era plena, por teléfono, por carta, por la correspondencia periodística que mantuve con este periódico y por la amorosa insistencia de mi madre, que me mandaba habitualmente productos canarios, incluidos los plátanos. Ella no sabía que los plátanos viajan mal, así que llegaban ya totalmente guisados, inservibles, pero nunca se lo dije. Ella los mandaba con tanto cariño que decirle que habían llegado ya era para ella una buena noticia.

Naturalmente, en esos años no había café, es decir, buen café, en Inglaterra; había ese café aguachento que servía para tirar por el sumidero pero no para ser bebido. Nunca lo pude soportar. Me gustaba beber, naturalmente, el café que hacía mi madre a las cuatro de la tarde, cuando la casa se quedaba en silencio y ella se sentaba, al fin, a reposar a mitad del día, tomándose una taza de café de la que solía darme, aún niño, una cucharadita. Jamás perdí la costumbre, hasta ahora mismo. Pero tomar café en Londres, y en cualquier pueblo o ciudad de Inglaterra, era una aventura sin final feliz. Hasta que un día, caminando por Leicester Square, cerca de Piccadilly, en el epicentro londinense, hallé un cuchitril minúsculo, entré y en efecto allí había café como el que hacía mi madre. Aún no había esos inventos que anuncia George Cluny ahora, sino ese rudimento que sigue en muchos bares que parece el cuadro de mandos de un barco viejo. Con ese manubrio un italiano sumamente simpático preparaba unos expresos estupendos, lo que ahora llamamos ristreto porque restringen al máximo el agua y el café y ofrecen, como en el san Eustaquio de Roma, un café que es un manjar casi sólido.

Ese café salvó mi vida en Londres, y a él acudo siempre que voy, como si cumpliera una promesa. Y sigue ahí, a pesar del acoso urbanístico que ha asolado la ciudad, a pesar de los sucesivos inventos cafeteros. Ese cafetín sigue ahí como un milagro de la historia de los cafés y me remite, cada vez que entro, a aquellos años primeros de mi vida fuera de mi casa y fuera de Tenerife y fuera del mundo en el que descubrí el café, en aquel patio inolvidable. Una vez, después de un almuerzo, hace quizá diez años, bajé de Piccadilly a Leicester, en su busca, y no lo encontré. Me sucedió una tremenda desolación, hasta que advertí qué me había pasado. Esa tarde también el café me supo como la primera vez.

Inglaterra entró en Europa y ese café fue sólo uno más de los miles de cafés con café verdadero que ahora hay en Londres. Es mi café, sin embargo. Ahora que los ingleses, en mala hora, han decidido dejar Europa vuelve a mi memoria ese cuchitril como un símbolo de lo que ellos no tenían y luego tuvieron en abundancia. Se han querido quitar las huellas española, italiana, parisina, y van a perder en esta jugada que tan solo va a traerles, cuando se deben cuenta del despropósito, melancolía y lamento. Londres se hizo más alegre, más vivaracha, con Europa; ahora irán limando la alegría, porque fue Europa la que le dio vida a aquel Londres en el que sobrevivía, en los 70 del siglo XX, cuando fui por primera vez, la pobreza triste del siglo XIX, la niebla densa y el mal café.