Cuando en una familia bajan los ingresos habituales, lo primero que hay que hacer es ajustar los gastos y contener inversiones, salvo las urgentes o necesarias. Unos lo hacen con resignación mientras otros vociferan y buscan culpables.
Al final no hay opción alguna que no pase por un periodo de austeridad.
Esta situación cambia los hábitos de consumo, y algunos de ellos se quedan para siempre, como es el caso de los periodos de rebajas del comercio y el hábito adquirido de invertir parte de los ahorros y de los sueldos para renovar familias y casas.
Ya no hay señalamiento social por comprar en rebajas. Se ha creado un espacio de confluencia entre el comercio y las familias, donde el menor poder adquisitivo de las familias puede satisfacer sus necesidades con un presupuesto algo más mermado, incorporándose a quien llega a las rebajas para renovar armarios o artículos de hogar, aumentando el efecto y llevándose más producto por el mismo importe.
Al mismo tiempo, el comerciante recupera liquidez, vendiendo más barato y con mucho menos margen comercial, que podrá reinvertir en las compras de la siguiente temporada, manteniendo la viabilidad de su empresa, ayudando a sostener progreso y empleo.
Un comercio dinámico y competitivo es fuente de ingresos de otros sectores que mejoran sus ventas como la industria, a través de una mayor producción o la construcción por las posibilidades de renovación en los inmuebles con los rendimientos obtenidos, al margen de servicios empresariales y personales que garantizan el sostenimiento de su actividad si progresan los comercios y mejora el empleo.
Si a esta situación le unimos la recuperación de las ventas de automóviles, los seguros privados de asistencia médica y que en nuestro país se crearán 135.000 empleos, deberíamos aceptar de una vez que la mejora de las empresas conllevan el progreso de las familias.