En ese tejer y destejer la madeja que las circunstancias de la vida a veces nos pone por delante, nos encontramos de vez en cuando con algunos cuadros escénicos que nos llaman la atención retrotrayéndonos a situaciones, o momentos vividos en nuestro entorno, en los cuales hemos sido actores principales, castigados por circunstancias y valores impalpables que tienen mucho que ver con los sentimientos humanos.

No estamos inmersos ahora, en esta etapa nueva de nuestra vida, en la mística de Jorge Isaac y su "María", ni el inteligible para algunos "El pequeño príncipe", de Antonie Saint Exupery. Nos impactó cuando teníamos apenas diez años Edmundo de Amicis y su "Corazón". Estamos ahora más cerca de la novela policiaca de Agatha Christie o de George Simenón y sus exploraciones en las actitudes duras de los humanos.

Pero hay entre todo este galimatías de literatura una constante que no nos pasa desapercibida, donde aparece el sentido del amor, al igual que aparecía la felicidad en aquellas reflexiones de Napoleón Bonaparte cuando aún era un oficial del ejército francés.

Y es que cuando tratamos de sentimientos impalpables en el ser humano, tenemos que acercarnos de lleno a la hipocresía, el valor material y el sentido de la supervivencia que a muchos de ellos les llevan a cometer los más horribles delitos. Lo escribimos así porque para nosotros -en nuestro real saber y entender- se trata de un delito grave cometer una injusticia que no solo perjudique a una persona, sino a un colectivo familiar, y aún más cuando se trata de una amplia comunidad. Hechos y circunstancias que hemos presenciado y vivido en primera persona y que han marcado nuestra vida, entre ellos la manipulación sentimental con intenciones de obtener beneficios económicos, materiales o sociales.

Los hechos que narra Simenón, donde una adolescente abandona el hogar familiar como una protesta a lo que consideraba poca atención de sus progenitores hacía ella, que renuncia a todo para enfangarse en el lodo de una vida prostituida para intentar desprestigiar la vida normal que llevó, y con ello a su familia, contrasta con el sacrificio de otros personajes que aparecen en las novelas de Agatha Christie, o del propio Simenón, donde los personajes, narrados exquisitamente por estos magníficos escritores, anteponen su sacrificio personal y el amor hasta para justificar los más alevosos crímenes...

Hechos y realidades que se dan en la vida misma y que nos ponen a pensar en hallar la solución de cómo explicar lo que el sentido de la palabra amor puede significar para unos y otros...

¿No es amor lo que desprende aquel niño pequeño que acompaña al anciano a pasar la calle? ¿Cómo se puede interpretar la desinteresada información que damos, sin que nadie no las haya pedido, a unos turistas despistados sobre la ubicación de tal o cual lugar? Para hablar de amor, ¿tenemos necesariamente que hablar de las relaciones íntimas de los seres humanos? ¿No estaremos confundiéndolo todo?

¿De qué amor le estaríamos hablando a una adolescente que no entendía que su mamá le llevase el café a la cama a su papá antes de que este se levantase para irse al trabajo? ¿Será que esta desconocía que su esposa le llevaba el café a la cama al célebre comisario Maigret, en las clásicas obras de Simenón?

Recordamos, hace muchísimos años, a un sacerdote joven, en el púlpito de una iglesia, en una de las clásicas misas de doce de aquellos añorados tiempos; le recordamos, decimos, hablándonos del "día del amor fraterno". Ahora, transcurridos más de sesenta años de aquella ocasión, sabemos que fue algo que nos impactó... Nos dejó ver con meridiana claridad el camino a seguir; aunque es justo reconocerlo, las vicisitudes de la vida nos han enseñado lo difícil y complicado que es entender el amor fraterno, llevarlo a la práctica como un sentimiento permanente y descubrirlo y apreciarlo en nuestros semejantes... ¡Cuántas desilusiones! ¡Cuántos desengaños! Solo habrá que abrir los ojos para ver los horrores que se viven detrás de esa impalpable palabra, amor. Pero no acabaremos aquí nuestra reflexión. Nos lo hemos prometido.

Ahí es donde vamos a unirnos a Napoleón Bonaparte y a su "felicidad". La vida nos ha enseñado que no es posible la felicidad sin que exista el amor. Así de contundente. Para quienes no hayan podido sentir estas emociones en su cuerpo, el disfrute de la vida estará falto de algo esencial que le hará incapaz de una sonrisa de verdad, un gesto cariñoso o una acción generosa... Desgraciadamente son decenas de personas -las más- que conocemos, con estas carencias y que, como decimos, han provocado con su desconocimiento -posiblemente generado por sus propios genes, o una tormentosa vida familiar- la crisis mundial que hoy padece la humanidad, falta de valores ancestrales que conformen el poder visceral de un amor al prójimo que reproduzca la felicidad que el mismo debe irradiar.

Escribir sobre el amor en pleno siglo XXI, desde una quinta en la ciudad de Maturín, en el oriente de esta amenazada Venezuela, es una osadía. Pretencioso que es uno... todavía. De verdad..., amor mío.

*Del grupo de expertos de la Organización Mundial del Turismo