Ayer se celebró, con escasa repercusión de público y menos aún de crítica, la conmemoración del ochenta aniversario del inicio de la Guerra Civil española. Los medios recogieron algún debate sobre si la guerra empezó el 17 o el 18 de julio, sobre cuántos españoles de los que vivían cuando la guerra siguen vivos (asombrosamente, parece que unos tres millones, qué viejos nos hacemos) y también se escucharon en las tertulias de la radio y la tele algunas sesudas comparativas entre la situación previa al levantamiento militar del 36 y el estado actual de la cosa: que si los movimientos centrífugos en Cataluña, que si la inoperancia de la democracia, que si el frentepopulismo (sic) podemita, que si la inanidad socialista, y bla, bla, bla... Una sucesión de lugares comunes más o menos facilones y alarmantes. No digo que sea precisamente esta la mejor etapa de nuestra democracia hoy decrépita y maltrecha, pero si hubiera que estar preocupados por algo (siempre viene bien) yo pondría la mirada más en la crisis de legitimidad política y en el avance del radicalismo y el populismo que se extiende por toda Europa y por el mundo, antes que en nuestros ridículos problemas domésticos.

Pero no voy a darles la vara con eso. Creo que de lo que procede hablar hoy es de que en este tiempo de conmemoración, de recuerdo, de memoria, hemos pasado por alto el que -para mí- es el elemento más importante de la efeméride: hace ochenta años que terminó la guerra, y hace poco más de cuarenta años que terminó el régimen iniciado con la guerra, el franquismo. Después de aquel salvaje y fratricida derramamiento de sangre, los casi cuarenta años de gobierno primero dictatorial y más tarde autoritario del general Franco dieron paso a cuarenta años de democracia y libertad. Cuatro décadas de normalidad democrática, surgida de los consensos y renuncias de la Transición, cuarenta años que quizá convendría -estos sí- comparar con los cinco de gobiernos republicanos, de conflictos irreparables, de procesos revolucionarios y de odios furibundos desatados durante la etapa republicana. Tendemos a recordar de la Segunda República sus éxitos democráticos, su irreprochable esfuerzo constitucional, el voto femenino, el esfuerzo social, el deseo de libertad y la voluntad de justicia. Pero la República trajo más cosas: trajo un gobierno ultraconservador, casi fascista -el del bienio negro-, que fue combatido con armas en la calle por las fuerzas obreras. Trajo violencia y carestía, persecuciones, asesinatos políticos, y la división territorial y política del país. Y trajo la guerra. Los fracasos de la República fueron responsabilidad no solo de los republicanos, pero también de ellos, de la misma forma que los éxitos de la Transición no fueron solo resultado de los esfuerzos de la oposición al franquismo, también del compromiso de quienes desde el franquismo y sus aledaños se comprometieron con la reforma democrática. No creo que suponga revisionismo histórico reconocer que la democracia que acordamos -tutelados por los albaceas del último franquismo- no ha sido ni de lejos una democracia perfecta, pero inició un tiempo que es ya hoy -cuarenta años después- el período más largo de paz, justicia, desarrollo y libertad en la historia contemporánea de España.

Isaiah Berlin escribió en su "Mensaje al siglo XXI" que la utopía de las sociedades ideales suele conducir al terror y la carnicería. Por eso prefería Berlin las imperfecciones de la democracia. No se estaba refiriendo a nuestro país, pero este aniversario 40 + 40 le da absolutamente la razón.