El más famoso atentado de la historia de la última parte del siglo XX ocurrió en Múnich, escalofrió a la humanidad y arrojó once muertos de la delegación israelí que acudía a los Juegos Olímpicos que se celebraban en la ciudad alemana.

Fue en septiembre de 1972 y los terroristas palestinos que lo llevaron a cabo se llamaban Septiembre Negro. Desde el 11 de septiembre (septiembre también) de 2001, cuando terroristas de Al Qaeda derribaron con aviones de pasajeros las Torres Gemelas de Nueva York, se han sucedido ataques terribles que nunca han igualado la maldad causada en Manhattan pero sí han logrado atemorizar a todo el mundo.

La amenaza es global, y nosotros también la hemos sufrido y la seguimos padeciendo. España, como toda Europa, pero también capitales o pueblos norteamericanos y de otros continentes, están en el punto de mira de los diversos terrorismos, incluido el terrorismo individual, es decir, como parece que ha ocurrido en Múnich, el que perpetra una sola persona. Pasó en Noruega, pasa cada tanto en Estados Unidos, nos pasa a nosotros con las distintas clases de terrorismo (incluido el doméstico) y pasa o puede pasar cada día o cada hora.

Parece que un terremoto está en marcha que podría llamarse guerra y en este caso podría muy bien ser una especie de guerra mundial de la que los países o las organizaciones internacionales se pueden defender muy difícilmente. Lo que ha ocurrido en Alemania, por ejemplo, es obra de un criminal muy joven, de dieciocho años, que mató por matar, a jóvenes, mayores y niños; la perversión de su acto da tanto miedo, o más, que la que animó, por ejemplo, a aquellos terroristas de Septiembre Negro.

Aquella noticia la dieron las radios enseguida y vino en los periódicos al día siguiente. De hecho yo la vi en la portada de EL DÍA en un quiosco de la calle Imeldo Serís: aquella fotografía de uno de los terroristas inspeccionando el escenario de lo que estaba siendo su acción criminal está siempre en mi mente y es de papel prensa, negra y blanca como eran entonces la prensa y, quizá, la vida.

Ahora los terroristas tienen un eco impresionante, del que se benefician poco porque a veces se suicidan una vez perpetrada su acción. Este viernes, por ejemplo, pulsé en las webs o sintonicé las cadenas de televisión y allí estaban las calles desiertas de Munich, precedidas por las imágenes del caos producido por el francotirador, su imagen oronda apuntando a los transeúntes que huían despavoridos hacia lugares seguros.

El miedo transitaba por todos esos rostros, mientras los helicópteros se instalaban en un aire blanquinegro como la máscara de aquel terrorista de Septiembre Negro. Quiero decir que en este momento estos terroristas, los que van solos o acompañados, tienen un eco enorme, todas las webs de todos los periódicos los están siguiendo como se sigue un concierto o un partido de fútbol, en streaming; a mayor información, y a mayor dramatismo de la información, más eco están logrando los criminales. A mayor miedo causado, más ojos mirando.

Carlos Saura me decía esta última semana en su casa de Collado Mediano que esta increíble afluencia de información nos está acomodando frente al terror. ¿Y qué hacer? ¿Callarlos? No, no se puede atajar una bomba nuclear con un paraguas. Es como tapar el sol con un dedo. Pero el mundo está lleno de expertos (y también de terroristas), y es de esperar que los expertos (políticos, policías, diplomáticos, psicólogos) se junten para acabar con la tercera guerra mundial, que ya definitivamente no se puede atajar en los despachos.

Todos estamos amenazados por el terrorismo global que se retransmite por la televisión como si fuera un show macabro.