Los treinta y cinco millones de españoles, convocados a las urnas el 26 de junio, no eligieron a unos cuantos partidos políticos para representarles. Eligieron trescientos cincuenta diputados y doscientos y pico senadores para darles un acta parlamentaria en las dos cámaras de las Cortes españolas. Pero da la sensación de que los representantes electos del pueblo español se sienten más obligados por los partidos que les escogieron para ir en sus listas que por los ciudadanos que les votaron.

El mandato ciudadano queda devaluado y sometido a la intermediación de los partidos. No existe un mandato directo, un vínculo entre los electores y sus elegidos. Quien promociona a los cargos electos son los aparatos de la partitocracia, que les financian las campañas. Esta mecánica puede explicar por qué en la conformación de los acuerdos parlamentarios el protagonismo es más del antagonismo partidario que la conveniencia de los ciudadanos.

El signo de los tiempos es que el bipartidismo ha muerto, pero la brecha ideológica ha pervivido. En el centro derecha hay dos partidos. Y en el centro izquierda otros dos. Y luego los nacionalismos territoriales. Los dos partidos del centro derecha no se pueden ver entre sí. Los dos del centro izquierda se detestan mutuamente. Y entre los dos de un lado y los dos del otro no hay puente de diálogo alguno. Y los nacionalismos están a verlas venir.

Hay asuntos graves. Y urgentes. España incumplió sus compromisos de ajuste en 2015 y se excedió en el déficit público gastando más de lo que estaba previsto. Y lo mismo va ocurriendo en 2016. Los países que nos han prestado dinero para escapar de la quiebra nos están mirando ya con preocupación. La gran apuesta del Gobierno anterior estaba fiada a la contención de los gastos públicos y al crecimiento económico. Y ni lo primero ni, al paso que vamos, lo segundo. Para que la economía de un país funcione debe existir confianza, estímulos y seguridad, que son tres sentimientos difíciles de tener cuando se mira al gallinero en el que se supone que se gestionan las leyes y la fiscalidad de la nación. Nuestro sistema de pensiones está boqueando como una salema fuera del charco sin que nadie le preste la más mínima atención. La administración pública ha vuelto a engordar, a los niveles de antes de la crisis, cargando sus costos en el costillar de una clase trabajadora asada a impuestos. Y seguimos debiendo muchísimo dinero por el que pagamos miles de millones en intereses cada año. Creer que estamos a salvo es una ficción peligrosa.

Este es el breve resumen de la geografía política española: un permanente desencuentro. Cuando los líderes dicen que van a discutir de las cosas que tienen en común es como ese conocido que te encuentras por la calle y te dice "a ver si te llamo y nos tomamos una cerveza". Ya sabes que nunca te llamará. Lo único que tienen en común los partidos es, por decirlo vulgarmente, las ganas de joder al de al lado. Ya en 1910 don Benito Pérez Galdós deslizaba un retrato fiel de lo que es el espíritu de la política española: "No hay en España voluntades más que para discutir, para levantar barreras de palabras entre los entendimientos y recelos y celeras entre los corazones".

Los resultados de las segundas elecciones tampoco garantizan que haya gobierno. De momento, parece lo contrario. Todo el mundo se enajena de esa responsabilidad. Se la pasa al de en frente. La vida sigue igual a diciembre del año pasado. En Europa las diferentes ideologías tienen bastantes áreas de coincidencia en torno al modelo de sociedad de bienestar que se pretende conseguir . En España cada maestrillo tiene su librillo, incluso dentro de una misma formación política. Desde la educación a la sanidad o desde las políticas fiscales a las económicas cada ideología cuenta con su fórmula de Fierabrás particular para arreglar definitivamente los problemas del país. Tal vez no hayan caído en que las fórmulas milagrosas no existen. Que los crecepelos son cosa de buhoneros y charlatanes. Y que el verdadero problema de este país son ellos.