Ya les conté aquí de pasada que estuve mirando el cielo de Canarias, invitado por Rafael Rebolo y su equipo a visitar el Roque de los Muchachos y las instalaciones del Astrofísico en Las Cañadas del Teide y en La Laguna. Quedé fascinado y orgulloso, como periodista curioso por lo que hacen los científicos y como ciudadano que pertenece a la tierra desde la que se ve uno de los mejores cielos del mundo.

Hace más de veinte años me invitó a hacer lo mismo, mirar el cielo desde los telescopios del Astrofísico en Las Cañadas, el promotor que le dio vida a esta espléndida realidad, Francisco Sánchez, cuyo entusiasmo por el trabajo, la investigación y esta posibilidad científica que tanto auge tiene debería estar en letras muy firmes en la historia civil de Canarias. Entonces lo que me quedó en la memoria no fue tan solo ese entusiasmo, así como la calidad del cielo que ahora he vuelto a comprobar; lo que me pareció extraordinario era el espíritu de trabajo, la dedicación casi exclusiva de las energías del equipo humano encargado de hacer las prospecciones científicas que allí se llevaban a cabo.

Ahora la realidad del Astrofísico de Canarias, en sus distintas sedes, es un proyecto netamente internacional, abierto a todas las colaboraciones extranjeras que han convertido este tesoro canario (la investigación de las estrellas en uno de los mejores cielos del mundo) en un hito científico que nos une con otros investigadores. Algo que me sorprendió entonces y me ha regocijado ahora es el espíritu que reina en los lugares de trabajo, espartanos y sencillos como las mesas de análisis de los grandes científicos que ha tenido la historia. Junto a ese carácter austero del que se adornan los sabios para desarrollar la ciencia, observé la paciencia con que todos desarrollan sus respectivas investigaciones.

Pongo énfasis en la paciencia, que es una virtud científica, porque ayuda a entender la esencia del trabajo que se desarrolla en estas sedes y en general en todos los laboratorios de investigación del mundo. Los resultados de las investigaciones, que luego se cuentan como sucesos mundiales, tienen esa esencia: la lentitud. Al contrario de lo que ahora nos convoca la vida, esta prisa que nos ha entrado por saberlo todo instantánea y simultáneamente, la ciencia se sigue moviendo como en tiempos de Copérnico o Galileo, y gracias a esa lentitud, preservada aquí con el celo con que se guarda en París el metro iridiado, no se convierten los laboratorios (y los telescopios) en escenarios de reality shows en los que los científicos fueran invitados a interpretar papeles cuya proyección mediática dañaría la raíz paciente de sus respectivas dedicaciones.

Esa dedicación y esa paciencia me siguen impresionando de las personas de ciencia, que publican cuando saben y que callan mientras tanto. Por supuesto que me fascinó el cielo, su infinita posibilidad de poesía, pero sobre todo el increíble misterio que encierra. Cuando estuve en el Museo creado a partir del Astrofísico disfruté como un chiquillo de los que había por allí, visitándolo, con la explicación metafórica, e ingeniosa, de lo que se sabe del cielo y de las estrellas que nos miran.

En algún momento, ante colegas de la prensa, me exalté elogiando el cielo y el trabajo de los que lo miran desde las instalaciones del Astrofísico. Y me pregunté si nuestra sociedad es consciente de la trascendencia universal de este tesoro que tiene sus sedes en La Palma y en Tenerife. Me imaginé, por ejemplo, a la televisión española o autonómica dedicándole programas frecuentes a esta realidad científica que nos honra. Me dijeron que ambos entes tan importantes están a otras cosas, y bien que lo lamento.