Nos vamos de vacaciones sin gobierno. Volveremos y seguiremos igual. Porque lo que está de vacaciones en este país es el sentido común. Mariano Rajoy no quiere ir al debate de investidura, quiere que lo lleven en volandas. Él no está hecho para sufrir. No quiere dudas, ni nervios, ni emociones. Quiere tener atada una mayoría suficiente como para salir victorioso en la primera votación y no como el pelanas aquel de Sánchez, al que le dieron dos revolcones y sigue preguntándose en el estado de whatsapp: "¿Y por qué no?". ¿De verdad que aún no lo ha entendido? Porque, como dijo el Guerrita, lo que no puede ser no puede ser y además es imposible.

La oposición está en una trampa. Si Rajoy no se presenta a la investidura, no empieza a correr el plazo para unas nuevas elecciones. A este paso el Gobierno provisional puede durar hasta la noche de los tiempos. Quieren forzarle a que se presente por imperativo legal. Y pronto. Así, además de darle al vejete un revolcón parlamentario, se iniciaría la cuenta atrás para gastarnos otros doscientos millones de euros en elegir a 350 incompetentes para entenderse. Pero Rajoy juguetea con las palabras. "No adelantemos acontecimientos", dice cuando le preguntan si se va a presentar incluso sin apoyos. Y hay gente que interpreta que si no hay pacto, si no hay mayoría, Rajoy no subirá al atril de oradores. Y ni Rey, ni Constitución, ni pepinillos en vinagre. Nadie tiene la obligación de presentarse a presidente si no quiere.

Podría ocurrir, por tanto, que a la vuelta del verano, después de las negociaciones entre los diferentes partidos, la política en España siguiera en el mismo sitio: echándose la papa caliente de unos a otros y sin mayoría posible. Y si Rajoy entonces da la espantada y no se presenta, en la opereta bufa de una investidura sin investido, tendremos otro divertido atasco que las Cortes tendrían que resolver aprobando una ley de autodisolución, algo que sólo tiene precedente en la decisión de las Cortes franquistas de disolverse para dar paso al nuevo régimen de la Monarquía democrática. Aquella vez fue el fin de una tragedia y esta vez será el principio de una comedia. Puro marxismo.

Podemos consolarnos con que llevamos con un Gobierno caducado desde diciembre y el paro ha bajado, el país parece funcionar y además no hay nadie que nos pueda subir los impuestos. Pero no es así. Los ingresos fiscales de la Hacienda española han caído, con respecto al año pasado, casi cinco mil millones en solo medio año. Y los gastos han subido en 3.000 millones. Y en menos de dos años vamos a tener que recortar -por exigencia de la Unión Europea- entre quince o veinte mil millones. Por la experiencia adquirida con esta panda de incompetentes y dado que nadie se atreve a meterles mano a los costos de la burocracia, los recortes van a ser en servicios públicos como la Sanidad o la Educación. A lo que habrá que sumarle nuevas subidas de impuestos. Ese será el escenario previsible: peores servicios y más caros. Nuevos esfuerzos para un país que ya va con la lengua fuera. Y lo peor es que cuanto más tarde el nuevo gobierno, mayor será el pufo que le va a dejar el actual y más costoso será arreglarlo.

En el dintel de las puertas del infierno de la "Divina Comedia" está escrito: "¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!". Nosotros, que entramos en este infernal agosto, nos iremos al remojo con la certeza de que los trescientos cincuenta diputados y diputadas no van a ser capaces de votar un presidente. Porque son ellos los que llevan de vacaciones desde diciembre del año pasado, haciéndose las pascuas unos a los otros por el módico precio de cinco mil y pico euros mensuales.

Seguimos atascados. Y se puede poner peor. Claro que al Rey le queda una última opción. Proponer al Parlamento una persona para presidir un gobierno tecnócrata, un ejecutivo de salvación nacional. Podría elegir, como en Italia, un profesor de reconocido prestigio. O un economista. O para que nos riamos todos un poco a Soraya Sáenz de Santamaría, que es del PP. Con la cabellera de Rajoy en la cintura, el PSOE y Ciudadanos seguramente estarían dispuestos a apoyarla con una abstención. Y sólo por ver qué dice Rajoy merecería la pena.