Al final, la Unión Europea no ha multado a España por el incumplimiento en el recorte del déficit público a cambio de un compromiso firme de reducir el gasto en diez mil millones de euros.

Para poder garantizar ese compromiso debemos profundizar en las reformas estructurales, aprovechando que, además de ser necesarias, debemos tomárnoslo como un reto para la productividad, que es lo único que garantiza un crecimiento sostenible del empleo.

Debemos adaptar unas políticas activas de empleo obsoletas creadas en una época de crecimiento expansivo de la economía y que son ineficaces en esta nueva época, así como minorar la diferencia entre los derechos adquiridos en los contratos laborales fijos y temporales que paralelamente lleve una reducción de las cotizaciones sociales.

Pensar de modo global también conlleva mejorar la movilidad geográfica de trabajadores y empresas y cambiar un subsidio de paro que esté orientado a la recolocación del trabajador y no a un subsidio a la inactividad.

Debemos acabar con la burocracia, que esconde un grado inasumible de ineficiencia de los recursos públicos en todos los estamentos estatales, autonómicos y locales.

Dejar de crear leyes nuevas que no conlleven la desaparición de otras obsoletas y que se pueda medir y condicionar su renovación o mantenimiento al hecho de que consigan el fin para el que se aprobaron, mediante la competencia del servicio público.

Tenemos que decidir cómo afrontar el envejecimiento de nuestro país, fomentando sus bondades donde las tenga y acometiendo reformas en el gasto sanitario o en la sostenibilidad del sistema de pensiones.

Al mismo tiempo debemos mejorar el acceso de las empresas medianas y pequeñas a la contratación pública sin acumular en exceso en unas empresas en detrimento de otras.

Triste es, de cualquier forma, que ahora todos hablemos de competitividad y contención del déficit porque nos lo exigen las instituciones plurinacionales y hayamos perdido el tiempo sin escuchar a quienes venimos demandando esos compromisos desde dentro.